Mario Conde Cruz : un niño terrible
Uno de los mejores acuarelistas del país, recibió el premio Obra de una Vida del Salón Pedro Domingo Murillo y actualmente expone en la Galería Altamira de La Paz.
Marito” extraña su infancia. Todavía es el niño aquel que vive en la calle Pucarani, cerca de la Cervecería y la Pando (tragos y pacos, como designio); todavía se ve jugando por el bosquecillo de Pura Pura y trepando a los trenes de la estación para esconderse de los maquinistas y llegar hasta la Ceja en un viaje hacia lo desconocido. En aquel tiempo añorado, cualquier cosa era una maravilla. “Marito” carga su infancia, por eso no envejece.
“Marito” es Mario Conde Cruz, uno de los artistas/acuarelistas más connotados de la pintura boliviana. Nace el 22 de julio de 1956; es el sexto hijo de siete de Concepción Cruz, ama de casa, y Eulogio Conde, albañil. De su padre hereda la habilidad artística pues cuando su laburo de “albaco” se lo permite, hace lindas casitas para vender en las Alasitas. Ninguno de sus hermanos (Santiago, Julia, Justo, Julieta, Elvira y Antonio) caminará los senderos del arte.
Estudia la primaria en la escuela Ismael Montes y la secundaria en el colegio Villarroel de la calle Isaac Tamayo. Vivirá en El Alto (Villa Santiago II), Achachicala, Sopocachi y Villa Victoria. No se casará, gracias a dios. Quiere estudiar Arquitectura o Ingeniería pero el dictador Hugo Banzer ha cerrado la universidad; muere la inteligencia en los setenta. No sabe que puede estudiar Arte, pero un día pasa por delante de la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles y se apunta. Siete años después, sale con dos especialidades: pintura y grabado.
(“Como ocurre con todo artista genuino, Mario Conde ha creado un mundo y habita en él. La presencia del caos propicia un orden revelador y descarnado, donde lo oscuro convive con lo luminoso”, Benjamín Chávez, poeta).
Son tres los profesores que marcan al alumno Conde Cruz. El primero es René Castillo, un verdadero guía. “Me cambiaba de lugar para alterar la perspectiva cuando estaba en sus clases de dibujo, nos hemos olvidado de estos maestros, la pintura y la enseñanza son ingratas”. El segundo es un viejo profesor, don José María de Vargas. “Todavía puedo ver su figura, siempre elegante de terno con unos zapatos Walk Over de cuero, gigantes como canoas, muy académico; con él aprendí a diferenciar entre una buena pincelada y una mala”. El tercero es el orureño Hugo Lara Centellas. “Basta de dibujar me dijo, ponga colores primarios, ¡esto es pintura!”. Años después, el acuarelista Mario Conde se dará cuenta de que el color no le atrae tanto como la forma, los contrastes y los grises. Eugène Delacroix decía que el gris es el enemigo del color, el enemigo de la pintura. Es una cita clásica que todo pintor que se precia repite. Paul Cézanne contragolpeó así: “No, uno no es pintor en tanto no ha pintado un gris, el que no conoce los grises no conoce el color”. Mario Conde es “Team Cézanne”.
De Lara Centellas incluso aprende cosas para su futuro como profesor: “El arte es individual y como docente tienes que guiar en función a los trabajos individuales, personalizar las lecciones, a cada uno según su trabajo”. Me hace recuerdo al aforismo del socialismo utópico y el anarquismo: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
De sus compañeros de estudio se acuerda de los hermanos Tito Villegas, Ramón y Erick. “Me aplacé porque era muy chacra en cerámica y entonces coincidí en la Academia con ellos, los admiro porque la escultura en piedra especialmente es muy dura. De los 50 que entramos, solo acabamos tres: Erick, Aurora Salazar, la hermana de ‘Alejo’ Salazar, que ahora se dedica a la restauración, y yo”.
(“Las pinturas de Conde, acuarelista social, se balancean entre el deseo y la represión, la culpa y la religión, el sueño y la realidad, lo histórico y lo mitológico, el pasado y el futuro. Conde se considera un surrealista —pero no como Dalí, un surrealista del absurdo— sino un surrealista combativo que nos pone en contacto con la realidad humana de la calle”, Guillermo de la Corte).
Cuando en 1984 termina de formarse, Mario Conde aterriza en la plaza Humboldt del barrio de Calacoto, zona sur de La Paz. Cinco años va a estar parqueado en ese espacio típico de compra y venta de arte. Ramón Tito lo invita y también hace de vendedor de sus cuadros. “Había en esa época mucha obra de paisajes y yo hacía acuarelas con campesinos que salían muy bien”.
Entonces el azar salta a la cancha. Las casualidades tienen un peso específico en nuestras vidas. Un domingo que se queda en la Humboldt, aparece una señora (Nedda Alcázar) que le pide una obra para el martes. Dicho y hecho. La segunda oferta no podrá ser rechazada: “Quiero invitarte a los Estados Unidos”. Después de un año, no pasa naranjas pero un día el “acuarelero” (como le llama el galerista Ariel Mustafá Rivera) recibe la invitación por escrito. Conde viaja con 15 obras a cuestas hasta Texas. Expone en el Museo de la Universidad Metodista del Sur en Dallas.
Estamos en 1988 y “Marito” prueba todas las cervezas que se topan en su camino, visita todos los museos que puede y observa en vivo y en directo esos cuadros/ artistas famosos que solo conocía por pequeñas estampitas en los libros. Se enamora de Rufino Tamayo (el díscolo/ninguneado del “Grupo de los Tres”: Rivera, Siqueiros, Orozco). Y se vuelve loco con el Gato Macho, con José Luis Cuevas Novelo, otro retador de los muralistas. También se prende con Georgia O’Keeffe, la “madre del modernismo estadounidense”. Conde, que prefiere a Bernini por delante de Miguel Ángel o Rafael, no sabe a veces por qué le gusta lo que le gusta. Lo que sí sabe es que no soporta el adoctrinamiento, el panfleto. “El arte tiene que mantener sobre todas las cosas su libertad estética, su crítica, su irreverencia. A mí me han dicho de todo, desde masista a antimasista”.
Cuando regresa de Estados Unidos, ya tiene el concepto de autoría inoculado en el cuerpo. En 1990 expone en el Espacio Portales de La Paz junto al Grupo Nervio, en Cochabamba (Centro Patino) y en Santa Cruz (Casa de la Cultura Raúl Otero Reiche). Dos años después, gana el “Pedro” (Gran Premio del Salón Municipal de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo) con una acuarela, Teatro de los descubridores. Es un parteaguas: las galerías lo buscan, ya no es al revés.
Siete años después, tras exponer en boliches como el mítico pub Equinoccio, llega al Museo Nacional de Arte. En 2009 vuelve a la Academia pero esta vez para ponerse del otro lado de la mesa, de profesor. Conde sabe que uno no deja de aprender. Y entonces repite la frase de Tiziano a sus 81 años: “la muerte me agarra justo cuando estaba aprendiendo a pintar”. Conde siente que no acaba de expresarse, por eso un cuadro trae otro cuadro y así hasta la muerte, amén. Y así, hasta rellenar el último espacio por su crónico horror vacui. En 2017 recibe el premio Obra de una vida del Salón Pedro Domingo Murillo.
(“Mario Conde refleja la necesidad de llenar los vacíos, de reunir en ellos formas y colores. Porque la nada nos mata y porque somos espíritus más compactos que esponjosos, que tienen en la inmensidad y soledad altiplánica el vacío existencial por excelencia; y por ellos, nos plantamos contra ese vacío natural con la alegoría de lo recargado y lo enrevesado”, Carlos Villagómez, arquitecto, El Juguete Rabioso).
“Marito” no cree en los estilos originales, a pesar de haber construido un universo pictórico particular. “La originalidad no existe, el único, el primero y el último fue aquel que pintó el primer animal en las cavernas, el resto hemos recreado, reproducido lo anterior”. Por eso, Conde no “traga” a los “genios” como Picasso o Dalí. “Nunca me terminaron de gustar, prefiero a otros como Giacometti, Freud o Bacon”.
Del primero, el suizo Alberto Giacometti, le gusta que le llamaba ladrón a Picasso, le apasionan sus figuras insatisfechas. Del segundo, el inglés Lucian Freud, nieto de don Sigmund, le gustan sus desnudos carnales y sus pinceladas gruesas y expresivas. Del tercero, el irlandés Francis Bacon, aprecia sus composiciones, sus líneas deformadas, su minimalismo cruel y terrorífico, su tosquedad. Si se fija, caro lector, en los fondos planos de Conde hay algo de los fondos delicados y brillantes de Bacon. Al irlandés y al paceño les interesa lo mismo: saber cuánta emoción se puede transmitir con un solo brochazo.
Si de maestros seguimos hablando, tenemos que nombrar a don Alfredo La Placa Subieta, otro caballero, potosino/paceño, de fina estampa, lucero que sonriera bajo su sombrero. “Técnicamente he sido marcado por La Placa, sus formas tan limpias, tan pulcras, amaba este oficio. Algunas texturas de mis cuadros son herencia pura de La Placa. Ha sido mi último gran amigo, lo he querido harto”.
“Marito” reivindica el dibujo, su autonomía, más allá de la pintura y la escultura. Caravaggio se hizo famoso por no dibujar pero Van Gogh dibujó durante siete años antes de comenzar a pintar. Mario Conde es “Team Van Gogh”. El dibujo enseña a observar y pensar. De todas formas, Conde cree que un artista no elige su técnica favorita, es al revés; la técnica lo escoge a uno. Por eso, quizás, el grabado de sus primeros años de estudiante ha ido desapareciendo; lentamente, como los dinosaurios, como los amigos del barrio.
Lo que no puede desaparecer de su obra es la ciudad de La Paz y sus personajes. “Siempre pintaré mi ciudad, estoy muy arraigado, si viajo prefiero que sea bien lejos, de lo contrario quiero volver, es una tentación grande”.
(“La entrega de los objetos, ¿lo que se aparece?, me atrapa en el caso de Conde; lo escondido relacionable que se recibe en una ciudad, que se capta de cierta experiencia de la ciudad. De allí que sea dable imaginar el taller de Mario: los objetos y las imágenes en grandes folios que fatigan a la luz del día —caritas, fotografías de prostitutas, calaveras, relojes—; sus pinceles finísimos hechos con las propias canas de su caballera monda; o bien los tarros de acuarelas aguadas que alguna confundió con sendas copas de alcohol; su devoción por Borda, Zurbarán, Bacon, Duchamp; su apego a esas calles, recovecos y bares de La Paz”, Rodolfo Ortiz, Fondo Negro, periódico La Prensa).
Mario Conde se autodefine en tres palabras: anticlerical, antiimperialista, antibolivarista. Contra la jerarquía católica, por su poder; contra (todos) los imperios (no solo el gringo), por su voracidad y alevosía; contra el Bolívar “porque me encanta ver cómo lloriquean cuando pierden, excepto a mi mamá”. A “Marito” le da rabia cuando sus hinchas dicen que el cielo es celeste. “El cielo es azul, el celeste ni siquiera es un color propio; es una degradación, se forma en la paleta mezclando el azul con agua o con blanco”.
El arte no es verbal, uno ve lo que quiere ver. Conde no es aficionado a poner títulos a sus cuadros. El “Sin nombre” es su favorito. “Marito” es un convencido de la libertad del espectador que completa siempre la obra; cree que un título acota, cercena, limita la mirada del otro que te hace ver cosas que el autor no ha visto. Ha pintado innumerables desnudos femeninos, sin título por supuesto. “La mujer es un símbolo del arte, si un museo o una galería no tiene una mujer desnuda, no es museo”. En su última exposición, hay once desnudos, los más osados ni siquiera aparecen en el catálogo.
(“Lo que verdaderamente importa en la obra de Conde es el humor, el espíritu burlón. En cada capricho de la imaginación que propone sus acuarelas hay una broma cruel encerrada que parece más bien una forma de venganza crítica”, Walter Chávez, El Juguete Rabioso).
La noche, las máscaras y los gatos nunca dejaron de estar. Conde extraña los boliches bohemios de antaño, esos que no tenían ni nombre y cuando los tenían sonaban así de enigmáticos: Kellas (junto a la plaza Belzu), Calaminas (Sagárnaga con Isaac Tamayo), Avesol, Socavón. Se acuerda siempre de sus poetas/cuates favoritos: Barriga, Campero, Quino, “Asterix”. Conde ama las caretas porque nos confunden y engañan, porque nos hacen dudar entre lo que creemos ver y lo que se oculta, entre lo que somos y parecemos ser. Conde adora el misterio de los gatos, su alteridad. Ha aprendido a hablar su idioma. Tiene dos gatitas: Foujita (por el pintor japonés Tsuguharu Foujita) y Billy.
El acuarelista se detiene frente a su penúltimo amasijo en la exposición Intentos fallidos (galería Altamira, San Miguel, hasta el 9 de agosto). Cerca están sus collages, sus fotomontajes, su jungla paceña de imágenes y figuras, sus mujeres aladas, sus tetas y sus máscaras. Es una paleta encuadrada. “Marito”, el niño terrible, ha colgado sus pinceles. Es el oculto poder de la paleta, su alabada y querida paleta.
Texto y Fotos: Ricardo Bajo H.