Utama
‘Utama’ es el primer filme que dirige Alejandro Loayza Grisi
La premiada ópera prima del director Alejandro Loayza Grisi se exhibe en las salas de cine del país
CINE
Tal cual acontece invariablemente con el cine hecho en estos lares, la disyuntiva a la que se enfrentó Alejandro Loayza Grisi en su ópera prima fue optar entre la mímesis o la introspección. Queda claro desde la primera imagen de Utama (Nuestro Hogar) que el director debutante tomó partido por la segunda de ambas alternativas. No en el sentido de volcar a la pantalla sus inquietudes íntimas, sino en el de retomar la clave esencial que permitió otrora a directores como Ruiz y Sanjinés adentrarse en los desafíos y las interrogaciones de una cotidianidad que se muestra desdeñosa con las enseñanzas heredadas de las culturas originarias, para volcarse por entero a la imitación de los patrones impuestos por la cultura (y por el cine también, desde luego) venida de afuera, presumiendo que tal vendría a ser el modo de acceder a una porción suficiente de nuestro exiguo mercado de la exhibición como para recuperar siquiera en parte lo invertido en la producción, aún a riesgo de levantar una muralla infranqueable para el espectador local alelado por ese otro cine repetitivo y desprovisto de cualquier valor identificable no bien la proyección concluye.
Rodada en la población de Santiago de Chuvica del municipio de Colcha K, situado en Nor Lípez (Potosí), la película testimonia el contundente impacto que tuvo en la visión del mundo de Alejandro su recorrido por el país, en función de fotógrafo de la serie documental Planeta Bolivia filmada por su padre, Marcos, en 2016. En ese escenario, a 3.972 metros de altura, donde no llueve hace un año y la devastación de la tierra ya alcanzó el extremo, viven Virginio y Sisa, dos ancianos cuyos únicos bienes son una pequeña cabaña de adobe y una recua de llamas.
La existencia de la pareja transcurre con una rutinaria parsimonia que a los vástagos de la generación del videoclip puede de seguro antojárseles lindante con el absurdo. Muy temprano, Virginio, aquejado de tos persistente, síntoma de una grave dolencia respiratoria, sale a pastar sus llamas, entretanto, Sisa camina horas hacia al pueblo cercano, prácticamente deshabitado puesto que los moradores migraron escapando de la sequía. Procura conseguir agua para llenar los dos pequeños baldes, aunque la bomba tampoco ya cumple con su cometido. De allí se dirige al río donde las pocas mujeres que no se sumaron al éxodo acuden a lavar su ropa. Y, por último, retorna a su hogar a preparar el único platillo diario al que se limita su alimentación. De vez en cuando, al regresar a casa, Virginio trae de regalo para Sisa alguna pequeña piedra redonda. El gesto alcanza para significar que entre ambos, y a pesar de las escasas palabras que intercambian, perdura un sentimiento inmarcesible.
Lea también
Utama: identidad, medio ambiente y proyección
LA GRÁFICA
Tal es por lo demás uno de los varios aciertos narrativos de Loayza, centrando su vista en los gestos, las miradas y los silencios, mientras rehúye apelar a las parrafadas que no habrían hecho otra cosa, sino falsificar un modo de estar en el mundo y de entender la relación con el otro. Ese mismo acierto se refleja en las connotaciones de algunas actitudes de Sisa, por ejemplo, cuando golpea la carne para ablandarla, trasluciendo una fuerza interior de igual manera no necesitada de explicitaciones sobrantes. Y eso mismo trasunta la metáfora del cóndor recurrida por Virginio para explicarle a su nieto Clever que, al igual como aquel al saber que la vida llegó a su fin, se deja caer sobre la montaña, para acabarla, el abuelo seguirá en lo suyo hasta que llegue el fin que presiente cercano, sin angustias ni quejas.
Justamente la súbita llegada de Clever a bordo de una moto pareciera marcar un punto de inflexión en el lento decurso existencial de los padres del suyo. Las insistentes alegaciones de aquel para convencerlos de ir con él a la ciudad, alternando con los cortantes dichos de Virginio respecto a un hijo que, no resulta difícil deducir, se marchó dejándolos abandonados, colisionan con la negativa de este a dejar la tierra donde pasó su vida para aventurarse a un cambio cuyo sentido se le escapa y con las vacilaciones de la abuela. Pero el conflicto en ciernes no llega en ningún momento al estallido, puesto que en el fondo ambos ancianos están seguros de que solo se necesitan uno al otro.
Los entredichos de Virginio y Clever, quien no aparta un instante su mirada del celular, otro gesto suficiente para traducir la brecha generacional entre ambos, reflejada de igual manera en el desconocimiento por el joven de la lengua quechua, que le impide entender a cabalidad lo que el abuelo desea transmitirle, son, asimismo, demostrativas del enorme talento del director al momento de elegir las imágenes que le permiten redondear un concepto, una situación, apelando a los recursos propios del aparato creativo elegido para contar su historia.
Esta última podría dar la impresión, equívoca por cierto, de estar impregnada de un fatalismo, ajeno por completo a la cosmovisión de una cultura fundada en el estrecho vínculo de los sapiens con el contexto natural y las demás especies, muy diferente al homocentrismo propio de la cultura occidental que elevó a los humanos al sitial de dueños absolutos del mundo, autorizados por ende a explotarlo sin restricciones para su propio beneficio. Fue ese el relato del racionalismo cartesiano y otras vertientes de la filosofía occidentalocéntrica, la kantiana sobre todo, tentando respaldar teóricamente, con las consecuencias advertibles en la depredación ambiental, puesta sobre la balanza por Loayza, al igual que el menoscabo de la sabiduría de las generaciones enraizadas en un diálogo preñado de las advertencias descifrables tan solo en la atenta mirada a la naturaleza, por aquellas empujadas a mimetizarse con el fraudulento modelo civilizatorio de la modernidad capitalista, cuyo fracaso quedó expuesto por la reciente pandemia del COVID-19, aun cuando la masiva sordera pertinaz aparejada al consumismo y la espectacularización banal de la vida diste mucho de haber llevado a tomar nota de tal quiebre.
La señalada estrecha interacción hombre/entorno está muy claramente pautada en la secuencia de la ascensión del grupo de vecinos, incluido Virginio, al nevado que ya ha perdido toda su nieve (el calentamiento global, claro) pero deja que consigan un poco de agua para “sembrarla” en la Madre Tierra, mezclada con la sangre de una llama, pidiendo que las lluvias vuelvan. Y el hondo presentimiento del ocaso de una cultura propia, es el subtexto de la canción interpretada durante el funeral: “No hay en el mundo ya más como tú”.
Tales señalamientos profundos, inquietante, impregnan de principio a fin el relato construido por Loayza dejando, repito, que las imágenes, desvestidas en la ocasión del carácter meramente ilustrativo y/o decorativo al cual han quedado relegadas en un cine atiborrado de efectismos y apuros ayunos de finalidad dramática, magneticen el interés del espectador sumergiéndolo en la pantalla, rehuyendo coartar paralelamente su facultad de incisión crítica.
Resulta esencial para la sólida contextura figurativa de Utama el trabajo fotográfico de la uruguaya Barbara Álvarez, apartado por entero de las tentaciones paisajistas y centrada en hacer del contexto, del espacio entonces, un elemento esencial en el tramado de la atmósfera envolvente que acompaña a los personajes, interrelacionándose con estos y sus actitudes. Y lo propio ocurre con el tiempo gracias al igualmente preciso trabajo de montaje de su compatriota Fernando Epstein.
Desde luego es sorprendente la faena de los(as) protagonistas, todos(as) ellos(as) actores naturales, sobre todo la de José Calcina (Virginio) y Luisa Quispe (Sisa), sin desmerecer en absoluto la de Santos Choque (Clever), este último galardonado como mejor actor de reparto en el festival de cine de Beijing. La sólida credibilidad de sus composiciones aporta bastante más de un granito a la solidez del producto final y de seguro se debe a la guía de Freddy Chipana, transmitiendo su experiencia como dramaturgo y actor.
Cada palabra, cada encuadre, cada movimiento de cámara suman connotaciones y espesor al relato, al igual que los sonidos entremezclados de la música, los ecos lejanos de las conversaciones y los ruidos del medioambiente. Este, dije, ha sido víctima de una mayúscula desertificación, constatable en la ausencia de vegetación, en las incontables grietas de los terrenos aledaños a la cabaña de los protagonistas, en la agobiante sequedad de la tierra que se escurre, literalmente, de las manos.
De tal suerte queda probado que no existe necesidad alguna de copiar las fórmulas de tantísimas películas y series distópicas, plagadas de bulliciosos efectos especiales, que andan circulando por ahí, y que más bien desde aquí podemos aportar de forma contundente al desnudamiento de las atrocidades atribuibles al Antropoceno y sus amenazantes secuelas de extinción de la tierra cuya gravedad, de cara al porvenir de las generaciones futuras, continuamos desoyendo irresponsablemente.
En buenas cuentas Alejandro Loayza Grisi, contando, entre otros, con el aporte del Programa de Intervenciones Urbanas que, sería deseable no pase a ser un recuerdo pasajero, entrega un potente ejemplo de madurez y rigor estilístico sin desmedro, al mismo tiempo, de la naturalidad y desenvoltura narrativa. Para ser una obra totalmente redonda quizás hubiese sido aconsejable prescindir de la escena dedicada a visita del médico a Virginio, si bien esta es breve y alude a uno más de los cortocircuitos entre las dos cosmovisiones enfrentadas, y algún otro apunte igualmente prescindible. Al margen de esas pequeñas demasías, Utama es una valiosísima contribución a la filmografía nacional y, por ende, a la del mundo entero.