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‘Grillo’ Villegas, escéptico

Rodrigo ‘Grillo’ Villegas muestra un cuadro de Hermeto, el gato del músico. Se trata del regalo de un fan.

/ 11 de junio de 2023 / 06:33

Rodrigo Villegas de vuelta con un octeto de cuerdas. El viernes y sábado tocará en el Teatro Municipal de La Paz y después seguirá su gira por el país

En el “living” de la casa del “Grillo” hay un cuadro de Rosmery Mamani. No es uno de sus retratos hiperrealistas, es un paisaje. Cuando Rodrigo Villegas se fue a vivir/estudiar a Buenos Aires hace unos años se llevó la pintura para matar nostalgias. El cuadro es un Illimani. Cuando la dueña del monoambiente que alquiló le preguntó por dónde estaba esa linda montaña, el “Grillo” respondió: “la tengo delante de mi casa, en La Paz”. Solo cuando dejamos la hoyada, extrañamos al “Resplandeciente”. Solo cuando nos vamos, alardeamos y nos sentimos orgullosos de nuestro guardián.

En la sala principal de la casa también hay cuadros de Efraín Ortuño, Gabriel Aguirre Alandia y una serigrafía del viejo George, un personaje paceño. A los costados están dos viejos bancos de madera del legendario “Socavón”. En el centro de la habitación reina imponente una mesa de póquer. Ya vamos a hablar de póquer. Sobre ella están los últimos regalos que el músico/compositor ha recibido en Cochabamba tras el primer concierto de la gira con su octeto de cuerdas. En La Paz toca este viernes (16) y sábado (17) en el Teatro Municipal. No han sido regalos para él, han sido para su gato (persa). Hermeto es una estrella del rock. Se llama así por su increíble parecido con el compositor (de jazz y música popular brasileña) Hermeto Pascoal. “Tiene más ‘likes’ que yo cuando subo una foto suya al Instagram”.

Hermeto es celoso, posesivo. Tras varias cinco horas de charla, el gato blanco reclama atención, pide mimos y se pregunta: ¿por qué no se va este intruso de la casa, “Grillo”? “Cuando vienen chicas, es mucho peor”, me dice como consuelo. En una de las habitaciones del fondo, donde está el piano eléctrico, hay retratos de Hermeto, también son regalos. Villegas acepta posar con uno de ellos. El “Grillo” solo se ablanda con el gato.

Daniel Subirana, Peque Gutiérrez, ‘Grillo’ Villegas, Fulvia Fossati, Ramón Rocha y Heber Peredo.
Daniel Subirana, Peque Gutiérrez, ‘Grillo’ Villegas, Fulvia Fossati, Ramón Rocha y Heber Peredo.

Rodrigo Villegas Jáuregui ha celebrado 13 cumpleaños en su vida. Nace un 29 de febrero (de 1968) y cumple solo en los años bisiestos. Ya le toca en 2024; cada vez que hay Juegos Olímpicos sopla las velas. Se siente orgullosamente paceño con tres generaciones completas de familiares (14, en total) nacidos en la “hoyada”. Es capaz de distinguir los acentos de los diferentes barrios e incluso identifica cada zona por el género musical predominante en décadas anteriores. “Sopocachi era de los troveros; Miraflores, de los rockeros de antaño; y las villas, territorio metalero con Cristo Rey y Tembladerani para las orquestas y la cumbia”.

La música llega a su vida (para quedarse) en la casa familiar (en Achumani). El padre, don Jorge Villegas Monje, de profesión ingeniero industrial y conocido docente universitario de estadística, es un amante de las guitarreadas con zambas, amigos y tragos en la casa. El abuelo paterno es Víctor Hugo Villegas Núñez del Prado, periodista, corresponsal de Reuters, guionista de radioteatro en los 50; autor de una novela escrita a cuatro manos llamada Chuno Palma (1948), subtitulada “novela de cholos”. Del título de uno sus capítulos, el nieto sacará el nombre para uno de sus discos, el Conciliábulos (2014). Por cierto, conciliábulo es una reunión de herejes contra las reglas de la disciplina de la iglesia. El “Grillo” es un ateo militante.

El “Grillo” está convencido de algo que parece loco, de ciencia ficción (pero tal vez no lo sea): el tiempo dividido en pasado, presente y futuro no existe. Y si existe, está todo en uno. ¿Y si el abuelo puso ese título para su nieto? “Últimamente, he leído letras mías pasadas que responden a cosas que me pasan ahorita y al revés, tal vez lo que escribo ahora me dé las respuestas a preguntas del futuro. Me mando mensajes en el tiempo; es un juego que me he inventado”.

La letra favorita del abuelo era la hache. Puso a sus cuatros hijos el segundo nombre con esa letra muda. El padre siguió la tradición y su primer hijo (Jorge Horacio, hermano mayor de Rodrigo) también lleva la hache. El “Grillo” no la lleva, por algo será. El nieto —que no se calla nunca— bautiza a su gato con la misma letra como inicial. Es un juego con el abuelo.

Desde chico se enamora de la música. Más que enamoramiento, es fascinación. Es curiosidad sin fin por la música como lenguaje. Estudiante del Colegio San Ignacio, con 14 años se separa de las canciones del padre. “A esa edad ya tenía claro que quería ser músico. Mi familia, obviamente, no me tomó en serio cuando lo anuncié y mi papá dijo: ‘puedes ir al Conservatorio a estudiar, pero ojo: mostrame las notas de la universidad, carrera de Economía’”. Villegas será un buen estudiante, amará los números y será un perfeccionista en todo lo que haga, ya sea análisis estadístico en plena pandemia de COVID, estudioso del póquer, alumno de composición y arreglos o músico/líder sobre el escenario.

El músico se presentará el 16 y 17 de junio a las 19.30 junto con su octeto en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez.
El músico se presentará el 16 y 17 de junio a las 19.30 junto con su octeto en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez.

La primera banda que lo fascina se llama OM, la mítica banda de los 80, la que nos dejó verdaderos himnos de la noche paceña como son Cochuna (la de “Cochuna, Coroico, Los Yungas, La Paz”), El reggae del cóndor y Estaño metal del diablo. Los OM (Ismael Saavedra, Luis Kúncar —ya fallecidos—, José Luis “Vichi” Olivera y Marcelo Palacios) no hacen “covers”, tocan sus composiciones. “El tío del Rodo Ortiz tocaba en OM y nosotros íbamos a sus ensayos. Años más tarde, grabamos el Cochuna y pedimos autorización al “Vichi” y consultamos qué poner en los créditos, nos dijeron ‘pongan simplemente OM’”.

No tardan los amigos del “Grillo” en armar su propio grupo de rock. Se llamarán Fox (1983-84). Son Villegas, Rodolfo Ortiz y los hermanos Joffré, Martín y José Luis. Es el nombre de la pandilla de Achumani y Los Pinos (se reunían en una pizzería de la calle 21 de Calacoto). Es el nombre de una marca de motocross. “Por aquella época los festivales se daban después de las carreras de motos”.

Estamos en los inicios de los años 80 y la noche comienza a despertar. Se ha recuperado la democracia, aparecen las radios FM y el vacío del rock boliviano (tras la primera época sesentera/setentera) está por llenarse. Fox hace “covers” de heavy metal (desde Scorpions y Iron Maiden a Black Sabbath) desde glam rock a clásicos en castellano de Barón Rojo y Los Ángeles del Infierno (“tocábamos el Maldito sea tu nombre). Con el tiempo se especializan en Metallica y llegan a tocar íntegramente el primer y segundo disco: Kill’em all (1983) y Ride the lightning (1984).

Al “Grillo” le gusta la buena música. Así de claro. En sus tiempos escucha Silvio Rodríguez y viaja a Buenos Aires para ver al dúo inglés de “new age” Tears for Fears. También llega a la Argentina para ver a Iron Maiden o a la banda de Ozzy Osbourne. “No me rijo por géneros, estos son como ríos y ya verás tú donde te llevan. No tengo problemas con ningún género. Si te gusta la música te riges más por álbumes, ni siquiera por canciones. Dime, ¿cuál es tu disco favorito? En este mundo donde los jóvenes soportan apenas 16 segundos de un tik-tok, el álbum está más vivo que nunca”.

Villegas tiene un hábito: cada año reseña los mejores discos publicados en el mundo separándolos en dos categorías: jazz y no jazz. A través de ese río de géneros, el “Grillo” desemboca, inexorablemente, en el oceáno (inabarcable) del jazz. “El jazz-rock es una gran puerta para el género; Miles Davis ha cambiado cuatro veces la dirección de la música”.

Cuando el Socavón, “la taberna del arte”, abre sus puertas a finales de 1989 en la avenida 20 de Octubre (al 2172) del barrio de Sopocachi, la historia del rock en La Paz da un giro de 180 grados. El “Soca” se convertirá en el lugar de esa efervescencia de principios de los años 90. Bolivia clasifica por primera vez por méritos propios a una Copa de Mundo (Estados Unidos 1994). Nace la primera banda de rock que en un periodo muy corto va a dejar una huella muy alargada en toda Bolivia: Lou Kass. Llega el “boom” del cine boliviano de 1995 con películas de Sanjinés, Loayza, Valdivia, Mela Márquez…

La Drago Blues Band revienta el “Soca” de la mano del guitarrista croata Drago Dogan y su armónica Hohner, el saxo de Gustavo “Chavo” Valera y músicos ex OM como el “Vichi” en la “bata” y Kúncar en la guitarra. El “hit” se llama Mama Coca. Villegas en el bajo, “Rodo” Ortiz y Christian Krauss (el mejor “front man” del rock boliviano) se unen a “la Drago”. El “Grillo” toma la banda. “Apareció un alemán hippie de la Sagárnaga, venía viajando por toda Sudamérica. Caía mucho gringo en el Soca, le gustaba el reggae y Bob Marley, era el Krauss”.

Rodrigo ‘Grillo’ Villegas y el vocalista Christian Krauss, tocando en El Socavón juntos en Lou Kass.
Rodrigo ‘Grillo’ Villegas y el vocalista Christian Krauss, tocando en El Socavón juntos en Lou Kass. Foto: Ricardo Bajo y archivo de Rodrigo Villegas Jáuregui

Cuando Drago se va, Grillo habla con el dueño del boliche, el artista Sol Mateo. “¿Qué van a tocar, pero? ¿Cómo se van a llamar? Sol bautiza al grupo: “serán La Nave de Lou-Kass”. Villegas cree que el nombre es muy largo y se quedan con Lou Kass. “Le puso Lou por Lou Reed y Kas por un famoso refresco que había en el norte de España, Sol había estado de viaje por allá hacía poco”. La doble ese era para provocar, típico del Sol.

El 24 de octubre de 1990 (un miércoles) Lou Kass debuta en el “Soca”. En lugar de papa frita hay coca en las mesas para acullicar (con “lejía” incluída). La fauna de los “socavonenses” es leyenda viva de la noche paceña: Gastón Ugalde, Pablo Cingolani, H.C.F. Mansilla, Mario Conde, Patricia Mariaca, Diego Torres, los hermanos Lara, el cuartero Madera Viva (de música contemporánea), Carlos Villagómez (el creador del logo de Lou Kass con hojita de marihuana), Keiko González, Efraín Ortuño, Jechu Durán, Roberto Valcárcel, Jenny Cárdenas, el Titiritero de Banfield, Oscar García, “Papirri”, Marcos Loayza, “Chichizo” López, los chicos de Wara, Altiplano, Metalmorfosis, Coda 3, los Lapsus de Mauricio Torres, Dies Irae, Ragga Ki, la muchachada del Teatro de los Andes…

Todos se reúnen alrededor del altar/escenario con el Tío, la coquita y sus puchos Astoria, bajo la atenta mirada de los tres retratos pintados por Sol Mateo, logo del antro. “Grillo” recuerda las colas para entrar y ver a Lou Kass, con el padre de Sol, don Jaime, de portero, empilchado. Había reservas para semanas y meses en adelante. En un boliche para 80 entraban 200. “Recuerdo el sudor en las paredes, la gente apelotonada, los chicos sin polera, muchos se paraban en las mesas. Me da nostalgia”.  Socavón, la vida alucinante.

¿Por qué explotó el fenómeno Lou Kass? “Tocábamos bien, éramos jóvenes, todos entre 20 y 23 años pero veníamos de tocar juntos desde los 15 con los covers de Fox; Rodo y Martín eran muy buenos en batería y guitarra. No éramos la bandita que debutaba los miércoles en el Soca. Comenzó a venir más y más gente. Había traído cassettes de Sumo de Buenos Aires, luego se vendían en la tienda de discos que tenía el Coco Cárdenas. Tocábamos también temas de los Redondos, un poco de ska y reggae del Krauss, mi hermano”. Canciones como La rubia tarada (de Sumo) Masacre en el puticlub y Aquella solitaria vaca cubana (de Patricio Rey y sus Rendonditos de Ricota) junto a La torcida se vuelven himnos nocturnos.

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Los dos primeros discos (el Lou Kass de 1992 y el Akasa de 1994) dejan canciones para la historia: Chico predecible, Escrúpula, Extravismo, Feel high, No reces al sol, Resumen paceno, Porque eres tan bella… El nivel de alegría estaba por las nubes en La Paz. “Fue un momento muy lindo, como identidad de país, cuando Bolivia clasificó al Mundial nos abrazamos todos, con el taxista, con la caserita. Fuimos un país, una nación unida por un momento; ese instante duró semanas, no solamente días. Todo sucedió a la vez. Tocábamos y llenábamos el Teatro al Aire Libre y había banderas tricolores por todo lado; en los conciertos del interior, igual. Creo que mi generación cumplió, haya sido un sueño o no”.

Es la época en que Villegas —uno de los mayores iconos del rock boliviano— no puede ni salir a la calle; “el tráfico se cortaba cuando se anunciaba una tocada de Lou Kass en algún canal de televisión”. La banda se separa por lo que siempre separa a las bandas: peleas entre ellos.

Estudio. ‘Grillo’ Villegas con el músico argentino Guillermo Vadalá.
Estudio. ‘Grillo’ Villegas con el músico argentino Guillermo Vadalá.

Tras los cuatro años de Loukass (dos discos en estudio y tres en vivo con un par de regresos), llegarán 20 con Llegas (12 discos, algunos mezclados en los estudios de Luis Alberto Spinetta y Fito Páez) y tres álbumes bajo la autoría de Grillo Villegas. El músico, estudioso de su propia obra, ve cinco trilogías. “Tengo la trilogía de lo popular que agrupa a mis discos más escuchados, donde están las canciones más clásicas”. Son el Huye el sol (1996), el Almaqueloide (1998) y el Pesanervios (2000). De esa trilogía, la hinchada intergeneracional del “Grillo” (Villegas no solo tiene un público fiel, tiene hinchada, que lo idolatra y lo mima, es “Grillo Fútbol Club”) corea con cariño siempre temas como Raquel (escrita junto a Óscar García), Cada beso, Diamante, Alas, Antifaz y Huesos, entre otros. La canción más reproducida en Spotify, Apple y Deezer (más de un millón de veces) es Subterránea, esa que dice “cómo consigues asumir/ la bendición de un cura/ si el que te cura es un faquir/ con anfetaminas”.

La segunda trilogía es la de los álbumes más experimentales, “más densos para escuchar”. Es la formada por Revolver (2001, “es un gran disco, con Daniel Zegada en la batería”), Hidrometeoros 2 (2006) y Conciliábulos (2014). La tercera trilogía es la más débil, dice en tono autocrítico. Antes incluso de decir la palabra “débil”, ha dicho la palabra “mala”. Es el “Superjuguetes (2004), el Bipolar (2010) y el Duramadre (2012). “No significa que no haya buenas canciones en esos discos, por si acaso”.

La cuarta trilogía está formada por los discos en directo: Autosabotajes (2002, doble), Espejismos (2011, acústico grabado en el Teatro Municipal, con Guillermo Vadalá, llegado de Buenos Aires para tocar el bajo) y Viene el sol (2013, un CD/DVD grabado en el Teatro 16 de Julio con invitados como Javier Malosetti).

La quinta es la nueva, la que está firmada como Grillo Villegas. Son el Yo es otro (2017, la vuelta de Buenos Aires), La música debe elevarnos (2019) y Hermetismos (2022, el último). Como estamos hablando de juegos, “Grillo” cree que cada uno de estos tres discos encaja en uno de las tres primeras trilogías: los álbumes populares, los experimentales y/o los malos/débiles. Como estamos hablando de discos (y canciones) y como tiene delante a un periodista, Villegas aprovecha para quejarse del oficio, del periodismo (cultural/musical).

Tira de una frase que le gusta harto: “saber del anecdotario de la música no es saber de música, es saber del anecdotario de la música”. La frase es del divulgador musical argentino Lucas Marti. El “Grillo” lamenta que las críticas/reseñas de conciertos/discos no hablen de música, del lenguaje musical, de estructuras, que se centren casi exclusivamente en las letras. Intuye que es por ignorancia. Tiene razón.

En esta amplia discografía se puede observar cuatro años de intervalo, de ausencia, de lucha por la vida, de reinvención. Son los años dedicados a salvarse de/a sí mismo. Villegas llega a bajar 25 kilos en ese proceso. Rodrigo lleva hoy 12 años “limpio”. Dejó la “blanca” y el alcohol a su manera: sin ayuda, sin clínica de desintoxicación, sin religiones, sin dioses, a puro pulmón. Su mérito es enorme. “Si seguía así, iba a terminar donde terminaron muchos, viviendo en la calle, o en la cárcel, o en el cementerio”. Antes de abandonar los vicios, tiene un gravísimo accidente de tránsito en febrero de 2011 (después de una noche de tocada en el Equinoccio, el testigo del “Soca”). 

Hoy el “Grillo” —un sobreviviente— sigue compartiendo con amigos y lo único que pasa de mano en mano es una cerveza sin alcohol o una buena taza de café caliente. Los jueves se reúne en su casa de Los Pinos para jugar póquer. Ha llegado a ser un jugador semiprofesional, ha llegado a viajar a Chile, Argentina, Uruguay y Brasil para competir en torneos profesionales. Mientras me habla de su pasión por este juego de habilidad mental, saca un cuaderno con apuntes a mano. Ha llegado a tener un entrenador (“coach”) para mejorar. Ha ganado dinero, ha llegado a vivir del póquer. Poca broma. “En un momento determinado tuve que elegir entre la música y el póquer, para subir de nivel en el juego tenía que dedicarle todo el tiempo de manera exclusiva todo el año y decidí priorizar la música”. El póquer es un mundo complejo. “Si te gusta los números, si te gusta estudiar, es apasionante, a mí me atrapó”.

El “Grillo” no sabe por donde irá encaminada su sexta trilogía. No sabe si volver a Buenos Aires para terminar sus estudios de Armonía, Arreglos y Composición en la Escuela de Música Contemporánea (donde estuvo entre 2015 y 2016 con profesores como Juan “Pollo” Raffo y Ezequiel Cantero). No sabe si seguirá escribiendo lo que está escribiendo ahora: obras de cámara, cuartetos para cuerda con el poso del postromanticismo como bandera, composiciones originales con arreglos únicos, interludios e introducciones.

No sabe si de la actual gira —Teoría de cuerdas— con un octeto clásico —liderado por Andrea García, la guía de violonchelos de la Orquesta Sinfónica Nacional, por siete ciudades (tras Cochabamba y anoche Santa Cruz, se vienen La Paz, Oruro, Sucre, Potosí y Tarija)— saldrá un disco. No sabe si su “hinchada” acompañará en estas tocadas alrededor de un conjunto de cuerdas; ni si volverá con su habitual sexteto de pop/rock, se supone que sí. No sabe si volverá a la cancha a ver a querido Bolívar (“luego del incidente de fanatismo que tuve por el tema del Festival de Viña del Mar, no volví a pisar el estadio, ahora soy un simpatizante apático del club”).

El “Grillo” es de la de escuela de los escépticos; de los escépticos religiosos y científicos (por eso se peleó en las redes sociales —tiene 15 mil seguidores en Twitter— en plena pandemia contra los divulgadores de la pseudo-ciencia y sus remedios “mágicos”); es de los que dudan; de los que bancan el pensamiento crítico; de los que creen que no hay verdades absolutas (y si esta existe, la verdad, de los que creen que es imposible conocerla). El “Grillo”, como Sócrates, solo sabe que no sabe nada.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricardo Bajo y archivo de Rodrigo Villegas Jáuregui

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Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

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Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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