‘Grillo’ Villegas, escéptico
Imagen: Ricardo Bajo y archivo de Rodrigo Villegas Jáuregui
Rodrigo ‘Grillo’ Villegas muestra un cuadro de Hermeto, el gato del músico. Se trata del regalo de un fan.
Imagen: Ricardo Bajo y archivo de Rodrigo Villegas Jáuregui
Rodrigo Villegas de vuelta con un octeto de cuerdas. El viernes y sábado tocará en el Teatro Municipal de La Paz y después seguirá su gira por el país
En el “living” de la casa del “Grillo” hay un cuadro de Rosmery Mamani. No es uno de sus retratos hiperrealistas, es un paisaje. Cuando Rodrigo Villegas se fue a vivir/estudiar a Buenos Aires hace unos años se llevó la pintura para matar nostalgias. El cuadro es un Illimani. Cuando la dueña del monoambiente que alquiló le preguntó por dónde estaba esa linda montaña, el “Grillo” respondió: “la tengo delante de mi casa, en La Paz”. Solo cuando dejamos la hoyada, extrañamos al “Resplandeciente”. Solo cuando nos vamos, alardeamos y nos sentimos orgullosos de nuestro guardián.
En la sala principal de la casa también hay cuadros de Efraín Ortuño, Gabriel Aguirre Alandia y una serigrafía del viejo George, un personaje paceño. A los costados están dos viejos bancos de madera del legendario “Socavón”. En el centro de la habitación reina imponente una mesa de póquer. Ya vamos a hablar de póquer. Sobre ella están los últimos regalos que el músico/compositor ha recibido en Cochabamba tras el primer concierto de la gira con su octeto de cuerdas. En La Paz toca este viernes (16) y sábado (17) en el Teatro Municipal. No han sido regalos para él, han sido para su gato (persa). Hermeto es una estrella del rock. Se llama así por su increíble parecido con el compositor (de jazz y música popular brasileña) Hermeto Pascoal. “Tiene más ‘likes’ que yo cuando subo una foto suya al Instagram”.
Hermeto es celoso, posesivo. Tras varias cinco horas de charla, el gato blanco reclama atención, pide mimos y se pregunta: ¿por qué no se va este intruso de la casa, “Grillo”? “Cuando vienen chicas, es mucho peor”, me dice como consuelo. En una de las habitaciones del fondo, donde está el piano eléctrico, hay retratos de Hermeto, también son regalos. Villegas acepta posar con uno de ellos. El “Grillo” solo se ablanda con el gato.
Rodrigo Villegas Jáuregui ha celebrado 13 cumpleaños en su vida. Nace un 29 de febrero (de 1968) y cumple solo en los años bisiestos. Ya le toca en 2024; cada vez que hay Juegos Olímpicos sopla las velas. Se siente orgullosamente paceño con tres generaciones completas de familiares (14, en total) nacidos en la “hoyada”. Es capaz de distinguir los acentos de los diferentes barrios e incluso identifica cada zona por el género musical predominante en décadas anteriores. “Sopocachi era de los troveros; Miraflores, de los rockeros de antaño; y las villas, territorio metalero con Cristo Rey y Tembladerani para las orquestas y la cumbia”.
La música llega a su vida (para quedarse) en la casa familiar (en Achumani). El padre, don Jorge Villegas Monje, de profesión ingeniero industrial y conocido docente universitario de estadística, es un amante de las guitarreadas con zambas, amigos y tragos en la casa. El abuelo paterno es Víctor Hugo Villegas Núñez del Prado, periodista, corresponsal de Reuters, guionista de radioteatro en los 50; autor de una novela escrita a cuatro manos llamada Chuno Palma (1948), subtitulada “novela de cholos”. Del título de uno sus capítulos, el nieto sacará el nombre para uno de sus discos, el Conciliábulos (2014). Por cierto, conciliábulo es una reunión de herejes contra las reglas de la disciplina de la iglesia. El “Grillo” es un ateo militante.
El “Grillo” está convencido de algo que parece loco, de ciencia ficción (pero tal vez no lo sea): el tiempo dividido en pasado, presente y futuro no existe. Y si existe, está todo en uno. ¿Y si el abuelo puso ese título para su nieto? “Últimamente, he leído letras mías pasadas que responden a cosas que me pasan ahorita y al revés, tal vez lo que escribo ahora me dé las respuestas a preguntas del futuro. Me mando mensajes en el tiempo; es un juego que me he inventado”.
La letra favorita del abuelo era la hache. Puso a sus cuatros hijos el segundo nombre con esa letra muda. El padre siguió la tradición y su primer hijo (Jorge Horacio, hermano mayor de Rodrigo) también lleva la hache. El “Grillo” no la lleva, por algo será. El nieto —que no se calla nunca— bautiza a su gato con la misma letra como inicial. Es un juego con el abuelo.
Desde chico se enamora de la música. Más que enamoramiento, es fascinación. Es curiosidad sin fin por la música como lenguaje. Estudiante del Colegio San Ignacio, con 14 años se separa de las canciones del padre. “A esa edad ya tenía claro que quería ser músico. Mi familia, obviamente, no me tomó en serio cuando lo anuncié y mi papá dijo: ‘puedes ir al Conservatorio a estudiar, pero ojo: mostrame las notas de la universidad, carrera de Economía’”. Villegas será un buen estudiante, amará los números y será un perfeccionista en todo lo que haga, ya sea análisis estadístico en plena pandemia de COVID, estudioso del póquer, alumno de composición y arreglos o músico/líder sobre el escenario.
La primera banda que lo fascina se llama OM, la mítica banda de los 80, la que nos dejó verdaderos himnos de la noche paceña como son Cochuna (la de “Cochuna, Coroico, Los Yungas, La Paz”), El reggae del cóndor y Estaño metal del diablo. Los OM (Ismael Saavedra, Luis Kúncar —ya fallecidos—, José Luis “Vichi” Olivera y Marcelo Palacios) no hacen “covers”, tocan sus composiciones. “El tío del Rodo Ortiz tocaba en OM y nosotros íbamos a sus ensayos. Años más tarde, grabamos el Cochuna y pedimos autorización al “Vichi” y consultamos qué poner en los créditos, nos dijeron ‘pongan simplemente OM’”.
No tardan los amigos del “Grillo” en armar su propio grupo de rock. Se llamarán Fox (1983-84). Son Villegas, Rodolfo Ortiz y los hermanos Joffré, Martín y José Luis. Es el nombre de la pandilla de Achumani y Los Pinos (se reunían en una pizzería de la calle 21 de Calacoto). Es el nombre de una marca de motocross. “Por aquella época los festivales se daban después de las carreras de motos”.
Estamos en los inicios de los años 80 y la noche comienza a despertar. Se ha recuperado la democracia, aparecen las radios FM y el vacío del rock boliviano (tras la primera época sesentera/setentera) está por llenarse. Fox hace “covers” de heavy metal (desde Scorpions y Iron Maiden a Black Sabbath) desde glam rock a clásicos en castellano de Barón Rojo y Los Ángeles del Infierno (“tocábamos el Maldito sea tu nombre). Con el tiempo se especializan en Metallica y llegan a tocar íntegramente el primer y segundo disco: Kill’em all (1983) y Ride the lightning (1984).
Al “Grillo” le gusta la buena música. Así de claro. En sus tiempos escucha Silvio Rodríguez y viaja a Buenos Aires para ver al dúo inglés de “new age” Tears for Fears. También llega a la Argentina para ver a Iron Maiden o a la banda de Ozzy Osbourne. “No me rijo por géneros, estos son como ríos y ya verás tú donde te llevan. No tengo problemas con ningún género. Si te gusta la música te riges más por álbumes, ni siquiera por canciones. Dime, ¿cuál es tu disco favorito? En este mundo donde los jóvenes soportan apenas 16 segundos de un tik-tok, el álbum está más vivo que nunca”.
Villegas tiene un hábito: cada año reseña los mejores discos publicados en el mundo separándolos en dos categorías: jazz y no jazz. A través de ese río de géneros, el “Grillo” desemboca, inexorablemente, en el oceáno (inabarcable) del jazz. “El jazz-rock es una gran puerta para el género; Miles Davis ha cambiado cuatro veces la dirección de la música”.
Cuando el Socavón, “la taberna del arte”, abre sus puertas a finales de 1989 en la avenida 20 de Octubre (al 2172) del barrio de Sopocachi, la historia del rock en La Paz da un giro de 180 grados. El “Soca” se convertirá en el lugar de esa efervescencia de principios de los años 90. Bolivia clasifica por primera vez por méritos propios a una Copa de Mundo (Estados Unidos 1994). Nace la primera banda de rock que en un periodo muy corto va a dejar una huella muy alargada en toda Bolivia: Lou Kass. Llega el “boom” del cine boliviano de 1995 con películas de Sanjinés, Loayza, Valdivia, Mela Márquez…
La Drago Blues Band revienta el “Soca” de la mano del guitarrista croata Drago Dogan y su armónica Hohner, el saxo de Gustavo “Chavo” Valera y músicos ex OM como el “Vichi” en la “bata” y Kúncar en la guitarra. El “hit” se llama Mama Coca. Villegas en el bajo, “Rodo” Ortiz y Christian Krauss (el mejor “front man” del rock boliviano) se unen a “la Drago”. El “Grillo” toma la banda. “Apareció un alemán hippie de la Sagárnaga, venía viajando por toda Sudamérica. Caía mucho gringo en el Soca, le gustaba el reggae y Bob Marley, era el Krauss”.
Cuando Drago se va, Grillo habla con el dueño del boliche, el artista Sol Mateo. “¿Qué van a tocar, pero? ¿Cómo se van a llamar? Sol bautiza al grupo: “serán La Nave de Lou-Kass”. Villegas cree que el nombre es muy largo y se quedan con Lou Kass. “Le puso Lou por Lou Reed y Kas por un famoso refresco que había en el norte de España, Sol había estado de viaje por allá hacía poco”. La doble ese era para provocar, típico del Sol.
El 24 de octubre de 1990 (un miércoles) Lou Kass debuta en el “Soca”. En lugar de papa frita hay coca en las mesas para acullicar (con “lejía” incluída). La fauna de los “socavonenses” es leyenda viva de la noche paceña: Gastón Ugalde, Pablo Cingolani, H.C.F. Mansilla, Mario Conde, Patricia Mariaca, Diego Torres, los hermanos Lara, el cuartero Madera Viva (de música contemporánea), Carlos Villagómez (el creador del logo de Lou Kass con hojita de marihuana), Keiko González, Efraín Ortuño, Jechu Durán, Roberto Valcárcel, Jenny Cárdenas, el Titiritero de Banfield, Oscar García, “Papirri”, Marcos Loayza, “Chichizo” López, los chicos de Wara, Altiplano, Metalmorfosis, Coda 3, los Lapsus de Mauricio Torres, Dies Irae, Ragga Ki, la muchachada del Teatro de los Andes…
Todos se reúnen alrededor del altar/escenario con el Tío, la coquita y sus puchos Astoria, bajo la atenta mirada de los tres retratos pintados por Sol Mateo, logo del antro. “Grillo” recuerda las colas para entrar y ver a Lou Kass, con el padre de Sol, don Jaime, de portero, empilchado. Había reservas para semanas y meses en adelante. En un boliche para 80 entraban 200. “Recuerdo el sudor en las paredes, la gente apelotonada, los chicos sin polera, muchos se paraban en las mesas. Me da nostalgia”. Socavón, la vida alucinante.
¿Por qué explotó el fenómeno Lou Kass? “Tocábamos bien, éramos jóvenes, todos entre 20 y 23 años pero veníamos de tocar juntos desde los 15 con los covers de Fox; Rodo y Martín eran muy buenos en batería y guitarra. No éramos la bandita que debutaba los miércoles en el Soca. Comenzó a venir más y más gente. Había traído cassettes de Sumo de Buenos Aires, luego se vendían en la tienda de discos que tenía el Coco Cárdenas. Tocábamos también temas de los Redondos, un poco de ska y reggae del Krauss, mi hermano”. Canciones como La rubia tarada (de Sumo) Masacre en el puticlub y Aquella solitaria vaca cubana (de Patricio Rey y sus Rendonditos de Ricota) junto a La torcida se vuelven himnos nocturnos.
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Los dos primeros discos (el Lou Kass de 1992 y el Akasa de 1994) dejan canciones para la historia: Chico predecible, Escrúpula, Extravismo, Feel high, No reces al sol, Resumen paceno, Porque eres tan bella… El nivel de alegría estaba por las nubes en La Paz. “Fue un momento muy lindo, como identidad de país, cuando Bolivia clasificó al Mundial nos abrazamos todos, con el taxista, con la caserita. Fuimos un país, una nación unida por un momento; ese instante duró semanas, no solamente días. Todo sucedió a la vez. Tocábamos y llenábamos el Teatro al Aire Libre y había banderas tricolores por todo lado; en los conciertos del interior, igual. Creo que mi generación cumplió, haya sido un sueño o no”.
Es la época en que Villegas —uno de los mayores iconos del rock boliviano— no puede ni salir a la calle; “el tráfico se cortaba cuando se anunciaba una tocada de Lou Kass en algún canal de televisión”. La banda se separa por lo que siempre separa a las bandas: peleas entre ellos.
Tras los cuatro años de Loukass (dos discos en estudio y tres en vivo con un par de regresos), llegarán 20 con Llegas (12 discos, algunos mezclados en los estudios de Luis Alberto Spinetta y Fito Páez) y tres álbumes bajo la autoría de Grillo Villegas. El músico, estudioso de su propia obra, ve cinco trilogías. “Tengo la trilogía de lo popular que agrupa a mis discos más escuchados, donde están las canciones más clásicas”. Son el Huye el sol (1996), el Almaqueloide (1998) y el Pesanervios (2000). De esa trilogía, la hinchada intergeneracional del “Grillo” (Villegas no solo tiene un público fiel, tiene hinchada, que lo idolatra y lo mima, es “Grillo Fútbol Club”) corea con cariño siempre temas como Raquel (escrita junto a Óscar García), Cada beso, Diamante, Alas, Antifaz y Huesos, entre otros. La canción más reproducida en Spotify, Apple y Deezer (más de un millón de veces) es Subterránea, esa que dice “cómo consigues asumir/ la bendición de un cura/ si el que te cura es un faquir/ con anfetaminas”.
La segunda trilogía es la de los álbumes más experimentales, “más densos para escuchar”. Es la formada por Revolver (2001, “es un gran disco, con Daniel Zegada en la batería”), Hidrometeoros 2 (2006) y Conciliábulos (2014). La tercera trilogía es la más débil, dice en tono autocrítico. Antes incluso de decir la palabra “débil”, ha dicho la palabra “mala”. Es el “Superjuguetes (2004), el Bipolar (2010) y el Duramadre (2012). “No significa que no haya buenas canciones en esos discos, por si acaso”.
La cuarta trilogía está formada por los discos en directo: Autosabotajes (2002, doble), Espejismos (2011, acústico grabado en el Teatro Municipal, con Guillermo Vadalá, llegado de Buenos Aires para tocar el bajo) y Viene el sol (2013, un CD/DVD grabado en el Teatro 16 de Julio con invitados como Javier Malosetti).
La quinta es la nueva, la que está firmada como Grillo Villegas. Son el Yo es otro (2017, la vuelta de Buenos Aires), La música debe elevarnos (2019) y Hermetismos (2022, el último). Como estamos hablando de juegos, “Grillo” cree que cada uno de estos tres discos encaja en uno de las tres primeras trilogías: los álbumes populares, los experimentales y/o los malos/débiles. Como estamos hablando de discos (y canciones) y como tiene delante a un periodista, Villegas aprovecha para quejarse del oficio, del periodismo (cultural/musical).
Tira de una frase que le gusta harto: “saber del anecdotario de la música no es saber de música, es saber del anecdotario de la música”. La frase es del divulgador musical argentino Lucas Marti. El “Grillo” lamenta que las críticas/reseñas de conciertos/discos no hablen de música, del lenguaje musical, de estructuras, que se centren casi exclusivamente en las letras. Intuye que es por ignorancia. Tiene razón.
En esta amplia discografía se puede observar cuatro años de intervalo, de ausencia, de lucha por la vida, de reinvención. Son los años dedicados a salvarse de/a sí mismo. Villegas llega a bajar 25 kilos en ese proceso. Rodrigo lleva hoy 12 años “limpio”. Dejó la “blanca” y el alcohol a su manera: sin ayuda, sin clínica de desintoxicación, sin religiones, sin dioses, a puro pulmón. Su mérito es enorme. “Si seguía así, iba a terminar donde terminaron muchos, viviendo en la calle, o en la cárcel, o en el cementerio”. Antes de abandonar los vicios, tiene un gravísimo accidente de tránsito en febrero de 2011 (después de una noche de tocada en el Equinoccio, el testigo del “Soca”).
Hoy el “Grillo” —un sobreviviente— sigue compartiendo con amigos y lo único que pasa de mano en mano es una cerveza sin alcohol o una buena taza de café caliente. Los jueves se reúne en su casa de Los Pinos para jugar póquer. Ha llegado a ser un jugador semiprofesional, ha llegado a viajar a Chile, Argentina, Uruguay y Brasil para competir en torneos profesionales. Mientras me habla de su pasión por este juego de habilidad mental, saca un cuaderno con apuntes a mano. Ha llegado a tener un entrenador (“coach”) para mejorar. Ha ganado dinero, ha llegado a vivir del póquer. Poca broma. “En un momento determinado tuve que elegir entre la música y el póquer, para subir de nivel en el juego tenía que dedicarle todo el tiempo de manera exclusiva todo el año y decidí priorizar la música”. El póquer es un mundo complejo. “Si te gusta los números, si te gusta estudiar, es apasionante, a mí me atrapó”.
El “Grillo” no sabe por donde irá encaminada su sexta trilogía. No sabe si volver a Buenos Aires para terminar sus estudios de Armonía, Arreglos y Composición en la Escuela de Música Contemporánea (donde estuvo entre 2015 y 2016 con profesores como Juan “Pollo” Raffo y Ezequiel Cantero). No sabe si seguirá escribiendo lo que está escribiendo ahora: obras de cámara, cuartetos para cuerda con el poso del postromanticismo como bandera, composiciones originales con arreglos únicos, interludios e introducciones.
No sabe si de la actual gira —Teoría de cuerdas— con un octeto clásico —liderado por Andrea García, la guía de violonchelos de la Orquesta Sinfónica Nacional, por siete ciudades (tras Cochabamba y anoche Santa Cruz, se vienen La Paz, Oruro, Sucre, Potosí y Tarija)— saldrá un disco. No sabe si su “hinchada” acompañará en estas tocadas alrededor de un conjunto de cuerdas; ni si volverá con su habitual sexteto de pop/rock, se supone que sí. No sabe si volverá a la cancha a ver a querido Bolívar (“luego del incidente de fanatismo que tuve por el tema del Festival de Viña del Mar, no volví a pisar el estadio, ahora soy un simpatizante apático del club”).
El “Grillo” es de la de escuela de los escépticos; de los escépticos religiosos y científicos (por eso se peleó en las redes sociales —tiene 15 mil seguidores en Twitter— en plena pandemia contra los divulgadores de la pseudo-ciencia y sus remedios “mágicos”); es de los que dudan; de los que bancan el pensamiento crítico; de los que creen que no hay verdades absolutas (y si esta existe, la verdad, de los que creen que es imposible conocerla). El “Grillo”, como Sócrates, solo sabe que no sabe nada.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Ricardo Bajo y archivo de Rodrigo Villegas Jáuregui