Kike Pinto, del canto su medicina
Imagen: comunidad Kurmi Wasi y Archivo Arturo Enrique Pinto Cárdenas.
Una de las sesiones de Kike Pinto en el taller de Kurmi Wasi.
Imagen: comunidad Kurmi Wasi y Archivo Arturo Enrique Pinto Cárdenas.
El músico e investigador peruano Kike Pinto estuvo de paso por La Paz, donde cantó e impartió un taller de pedagogía musical intercultural
La hualina (o walina) es un canto ritual para llamar/honrar el agua, la lluvia. Se canta en las serranías de la región Lima (Perú), en pueblos como San Pedro de Casta. Las hualinas —pegadizas e hipnóticas— se entonan en coro para que las aguas —en cada acequia— rieguen de vida el valle. Arturo Enrique Pinto Cárdenas —más conocido como Kike Pinto— es etnomusicólogo, compositor, profesor, coleccionista de instrumentos y cantautor peruano. Y la hualina ha recorrido su vida. Estando en San Pedro de Casta, conoció a su actual compañera de vida (Lourdes) y una de sus hijas ha dedicado a estas canciones su tesis de licenciatura. Pinto cree que la música no es solo entretenimiento; cree que también puede ser medicina, magia, sentido y ritualidad; que las canciones pueden sanar y reconciliarnos con la vida.
Arturo Enrique Pinto es serrano aunque nace —accidentalmente— en Lima en 1956 (un 22 de agosto). Su familia paterna viene de la ciudad de Andahuaylas, capital del departamento del Apurímac, sur del Perú, la patria chica del escritor José María Arguedas. Su padre es Juan Arturo Pinto Echegaray (ingeniero, profesión que le obliga a viajar) y su madre Sarita Cárdenas (maestra de primaria) de la ciudad de Tarma, en el centro del hermano país. Los ancestros musicales vienen del abuelo materno, don Fortunato Elías Cárdenas Álvarez, poeta, periodista y compositor musical de yaravís y huayños (como Despedida y Flor de mayo). La abuela, María Elvira Cárdenas Abarca (“Mari Cucha”) es de Cusco y con ella comienza a aprender el quechua. Cuando viaja por todo el Perú para investigar, termina de aprender el idioma. “¿Cómo me iba a comunicar y a cantar si no sabía la lengua?”, se pregunta. La infancia la pasa en Tarma, la ciudad de las flores.
Estamos charlando con Kike en la casa paceña/miraflorina de otro músico, Víctor “Chino” Colodro, fundador de grupos como Bolivia Manta, Kollasuyo ñan y Willka Mayu. Víctor nos ofrece hojitas de coca sobre un tapete ceremonial de cuatro “suyus” y le invita a Kike una pipa de fumar tabaco. La charla será larga como una buena sobremesa.
Con seis años, la familia regresa a Lima “la horrible” desde Tarma. Van a vivir en el distrito de Breña, por aquel entonces uno de los últimos barrios de la capital, rodeado de chacras. De chico estudia en el Colegio Salesiano con unos curas obsesionados con el contagio del ateísmo y el comunismo. Los profesores logran lo contrario: los estudiantes —algunos— comienzan a interesarse por esos virus “ateos y comunistas” tan peligrosos. “Me daba mucha cólera que intentaran adoctrinarnos”. Una mañana, Kike y otros amigos pintan en la pizarra —antes de la clase de religión— una frase provocadora: “Dios no existe”.
Con el paso de los años, Kike Pinto se autodefinirá como “muy religioso” y cercano a filosofías noteístas como el budismo y el taoísmo y “muy cómodo dentro del animismo del universo indígena”. Son aquellos años los del gobierno revolucionario del general Juan Velasco Alvarado, época de reforma agraria y nacionalizaciones. Y de frases para la leyenda: “campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza” (Velasco Alvarado dixit).
(“Nubecita blanca que navegas con el viento / Llévate mis penas y mi sufrimiento / y la voz de mi sentimiento / Anda corre y dile a mi Pachacámac y a mi madre linda Pachamama / que en una montaña lloro muy sediento / Por unas gotitas de tus aguas / Hojita de coca, ay adivíname la suerte / ¿qué será mi vida? ¿qué será mi muerte? / y eleva mi voz en mi aliento / Anda corre y dile a mi Pachacámac y a mi madre linda Pachamama / que en una montaña lloro muy hambriento/ por tu medicina y alimento”, Nubecita blanca, hualina de Kike Pinto).
Cuando lee con 16 años las novelas y cuentos de José María Arguedas, algo pasa dentro de su cabeza y de su corazón. “Parecía mi propia vida, me sentí identificado y emocionado”. Esos mitos, esas leyendas, esos cantos y poemas del mundo andino/quechua reivindican la fuerza de los pueblos ante la imposición europea/occidental. En la novela de Arguedas Los ríos profundos se ven reflejados cientos de jóvenes que luchan entre lo que tienen que ser y lo que quieren ser. Pinto es uno de ellos. Kike quiere ser (y lo será) una voz (más) de la resistencia cultural.
Con 18 años estudia ingeniería en la universidad (siguiendo la tradición familiar) pero “negocia” para apuntarse también en el conservatorio nacional. Escucha la frase lapidaria de todos los tiempos: “te vas a morir de hambre”. Y sus capítulos: “te vas a volver drogadicto y desviado sexual”.
El viejo conservatorio (rebautizado en el gobierno de Velasco Alvarado como Escuela Nacional de Música) tiene como director a Celso Garrido Lecca, el compositor peruano más importante del siglo pasado. Garrido Lecca —vivo hoy a sus 97 años— es el promotor en aquellos inicios de la década de los 70 del Taller de la Canción Popular. “Se trataba de copiar lo que hacían los chilenos, la música de Quilapayún y de Inti Illimani”. A Kike, la entrada de bombos, quenas y zampoñas al antiguo conservatorio le gusta pero no le alcanza pues siente que la música peruana y sus ritmos tradicionales todavía están arrinconados, mal vistos; todavía son “músicas de cholos y serranos”. Por eso se queda a la puerta del Taller sin atravesar el umbral.
“Yo también en su tiempo he tocado charango en canciones de protesta pero no me gustaba imitar a esos grupos chilenos, todos cantando Papel de plata; ¿por qué no hacíamos lo que hacía Violeta Parra? Cantar cuecas, tonadas con ese rostro popular y salvaje que tenía la Violeta”.
(“En un jardín una rosa vestida de terciopelo / mirando al cielo se mostraba vanidosa / se mostraba vanidosa en un jardín una rosa. / Y a pesar de su hermosura antes que pase un momento la lluvia, el viento / dejan la rosa desnuda, dejan la rosa desnuda / a pesar de su hermosura./ Si así es la vida tan corta ¿de qué valen los tesoros, la plata y el oro? / Son cosas que poco importan son cosas que no me importan. / Si así es la vida tan corta en la oscura sepultura. / Todos seremos iguales orgullos banales / son cosas que poco duran, son cosas que no perduran / en la oscura sepultura rosa hermosa flor fraganciosa / son tus espinas dolorosas”, Rosa Desnuda, huayno estilo huamanguino de Kike Pinto).
En 1977 el cineasta Francisco “Pancho” Lombardi prepara su “opera prima”. Se llama Muerte al amanecer. Kike Pinto tiene apenas 19 años. Termina componiendo la banda sonora del filme. En los títulos de crédito aparece su primer nombre y apellido: Arturo Pinto. Cuando padre y madre asisten al estreno del filme, sienten orgullo. Y tranquilidad. El hijo no se va a morir de hambre. Ni será drogadicto. Ni desviado sexual. Se dedicará al cine, imaginan. Pero Kike se rebela, otra vez. Y exclama: “¡pero a mí lo que me gustan son los huayñitos!”. Ese día el cine peruano perdió probablemente a un gran compositor y ese mismo día la canción popular/tradicional peruana (andina y amazónica) ganó a uno de sus mejores defensores/exponentes.
Fiel a sus principios (y a aquellas lecturas arguedianas), comienza a viajar por todo el Perú. Está haciendo (aunque todavía no lo sabe) etnomusicología. Sale a encontrarse con las músicas vivas, con las tradiciones vivas. En la universidad ha conocido a dos músicos que se dedicarán a lo mismo: el guitarrista colombiano Fernando Meneces y la investigadora venezolana Chanela Vásquez.
Se va de gira/viaje por el Cusco, por Puno junto a un amigo que será ceramista/escultor Henry Ledgard Parro, “otra oveja negra”. Visita las comunidades, se entusiasma y apasiona con las festividades religiosas, sincretismo puro. El mundo ancestral de resistencia y las espiritualidades andinas aparecen delante de sus ojos fascinados. La Fiesta de la Candelaria de Puno (la “Mamacha Candelaria”) explota sus oídos con la fuerza telúrica de las tarkas, los pinquillos, los sikuris. En Juliaca, los comunarios aymaras —en plenos carnavales— no creen que Pinto y Ledgard sean peruanos. “¿De qué país vienen?” preguntan a la pareja de “gringos”. Cuando ambos muestran su carnet de identidad peruano, los comunarios tampoco creen: “estos gringos, ¡qué bien falsifican!”. Más tarde no los dejarán entrar en una fiesta en Puno: “no son aymaras, no pueden entrar”.
El viaje por el sur del Perú es un choque cultural para Arturo Enrique Pinto. “Los discursos izquierdistas que escuchaba en la universidad no recogía la identidad y reivindicaciones del movimiento indígena y campesino”. La academia musical se alejaba de las luchas populares. “Políticamente era una incoherencia y estéticamente era una apropiación/suplantación cultural, una artificialidad inventada; la izquierda capitalina desconocía el país”. Ni siquiera se veían zampoñas en Lima salvo algunos grupos de sikuris en la universidad y algunos conjuntos migrantes de Puno. A su regreso a la capital se acerca al Taller Experimental de Arte (TEA) de Javier Lajo (uno de los principales intelectuales indígenas del Perú, recientemente fallecido en 2021). El marxismo comenzaba a rimar con el indianismo con sikureada de fondo.
A finales de los 70, Kike Pinto y su primera compañera de vida (la pianista Flor Canelo Marcet, actual directora de la Escuela Musical Qantu de Cusco) se van a vivir a Ayacucho. Entonces conoce (y entrevista) a Ranulfo Fuentes Rojas, poeta quechua (ayacuchano) y compositor de huayños, entre ellos “El hombre”. Don Ranulfo (vivo todavía hoy a sus 82 años) es una inspiración, un maestro.
(“Yo no quiero ser el hombre / que se ahoga en su llanto / de rodillas hechas llagas / que se postra al tirano. / Yo no quiero ser como el viento / que recorre continentes / y arrasar tantos males / y estrellarlos entre rocas. / No quiero ser el verdugo / que de sangre mancha al mundo / y arrancar corazones / que amaron la libertad / que buscaron la justicia. / Yo quiero ser el hermano / que da la mano al caído / y abrazados férreamente / vencer mundos enemigos. / ¿Por qué vivir de engaños, cholita? / De palabras que segregan veneno / acciones que martirizan al hombre / Ay solo por tus caprichos, dinero/ ay solo por tus caprichos, riqueza”, El hombre, huayño de Ranulfo Fuentes).
La década de los 80 con el auge de Sendero Luminoso lo agarra a Kike en Ayacucho, epicentro del “Conflicto Armado Interno” del Perú. Pinto no conocerá en persona a Abimael Guzmán, el líder senderista pero sí a muchos de sus seguidores (“eran muy dogmáticos”). Con el paso de los años, todos los que hacen música tradicional serán llamados “terrucos” (terroristas) y tendrán que salir al exilio. “A los senderistas les faltaba la espiritualidad andina, la compresión de lo que ahora se llama cosmovisión indígena; estaban en contra incluso del masticado de la hoja de coca”.
En esa época Pinto forma el grupo/trío Taklla (arado/azada en quechua). En su primer disco suenan catorce temas (en castellano y quechua), entre ellos un yaraví con fuga de huayño Ojos de piedra / Lágrima estancada (su primer “hit”, versionado mil veces mil), Watatu Mayu y una versión de El hombre de Ranulfo Fuentes, toda una declaración de principios. El concertista de guitarra Raúl García Zárate (fallecido en 2017) escribe: “el Trío Taklla, superando barreras del idioma, ha intentado reproducir con fidelidad, honestidad y humildad la grandeza y profundidad del alma indígena”.
(“Mis ojos no quieren ver / lo que hay delante de mí / yo ya no puedo entender / Ay, lo que está pasando aquí / Del grito de libertad que por las costas se oyó / hablan los himnos en vano / Ay, yo no sé quién lo gritó / Ojos de piedra tuviera para poder resistir / Y aún cuando más me doliera / ay, no los dejará de abrir en cada surco abierto / ay, Ayacucho en tu piel ahí está penando un muerto / Ay, ebrio de sangre y de hiel / Ay, Ayacucho, lágrima estancada. / Así es tu vida, camino del viento / llorar tu canto y reír tu llanto. / Ay ese llanto, lágrima estancada. / Yo forastero, camino del viento / bajo tu cielo también he llorado / pero ese llanto, lágrima estancada / llegará el día, camino del viento / en que se vuelva canto de alegría”. Ojos de piedra / Lágrima estancada, yaraví/huayño de Kike Pinto).
Pinto toca el charango ayacuchano que tiene una afinación y un número de cuerdas y familias distintas al charango boliviano (de Sucre y Potosí). Y otra forma de alargar las notas con el efecto trémolo de vibración. Ha tenido un gran maestro, don Jaime Guardia (fallecido en 2018), al que Arguedas le dedicara su novela Todas las sangres con estas palabras: “a Jaime, en quien la música del Perú está encarnada cual fuego y llanto sin límites”.
En los 80, viaja por primera vez a la comunidad campesina de San Pedro de Tasca. Escucha por primera vez las hualinas, las alabanzas al agua, las que marcarán su vida. Graba los cantos con una pequeña grabadora; aprender a cantar y a tocar el violín. Es aceptado por los comunarios “después de que una cascada me adoptara”. Comienza a darse cuenta de que la música puede ser mágica, sanadora. “Encontré la conexión más profunda con mi espiritualidad, me cambió la vida al ver como la gente le cantaba al agua, comprobé que la extirpación de idolatrías no había conseguido destruirlo todo”. De esa época, Pinto posee una colección de más de 40 horas de hualinas registradas. “No me gradué ni en la universidad ni en el conservatorio, lo hice ahí en la comunidad, fue un honor inmenso, infinito”.
Mientras los 80 (y la guerra) avanzan, muchos músicos tradicionales peruanos salen al exilio. Kike Pinto es uno de ellos. El destino favorito es Alemania, Suiza e Italia. Ahí se mezclan todos alrededor de la música: bolivianos, ecuatorianos, colombianos. Pinto conoce a la agrupación Trencito de los Andes de los hermanos Felice y Raffaele Clemente, a los Bolivia Manta de los hermanos Arguedas (Carlos y Julio) y Víctor Colodro. Llega a tocar con los Runa Mayu de éste último. (Nota mental: por eso se aloja en la casa del “Chino” Colodro ahora que ha venido a tocar/cantar en Efímera y dar talleres de pedagogía musical intercultural en la comunidad educativa de Kurmi Wasi, en Achocalla).
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Estando en las Europas, Kike extraña el Perú y extraña las hualinas. Atacado por la nostalgia compone Cuatro direcciones. Está a miles y miles de kilómetros de distancia de San Pedro de Tasca, de la serranía peruana. Entonces decide regresar para que la comunidad escuche esa hualina y sea aceptado como uno más. Pinto es un convencido de que no se aprende ni se estudia (desde la horizontalidad) para saber sino para crear. La comunidad adopta esa hualina como propia y acoge a su nuevo hijo. En esos días conoce a su actual compañera, Lourdes, que también ha llegado de Lima con sus sikuris para conocer el ritmo pegadizo e hinóptico de las hualinas.
(“Cuatro direcciones, cinco continentes / por los siete mares buscando andaría / aguitas tan cristalinas donde encontraría / aunque mil caminos marquen mi destino / tu muy bien lo sabes yanapacha hermosa / por cantarte una hualina siempre volvería. / Manantial de kolla mi única alegría / por ti todo el mundo yo recorrería / recordando cada día a mi champería”, Cuatro direcciones, hualina de Kike Pinto).
A su retorno al país se acerca al movimiento OBAAQ (Organización de Bases Aymaras, Amazonenses y Quechuas), a la obra de Carlos Milla Villena, también conocido como “Wayra Katari” (fallecido en 2017) y a Salvador Palomino Flores del Movimiento Indio Peruano (MIP). “No eran peruanos, eran tawantisuyanos, no creían en las fronteras”. En esa época arma otra banda, Incarri.
En los 90 se instala en Cusco y abre el Museo de Instrumentos Musicales Andinos y Amazónicos TAKI, donde tiene un archivo musical/visual, una biblioteca especializada y más de 500 instrumentos (desde flautas de cráneo de venado hasta “chumpis, waka waqras y q’iru tukanas”). En estos tiempos conoce a Román Vizcarra Noriega y la “medicina extirpada”. La semilla sagrada vilca/huilco (yopo o cebil en el sur del Chaco) es la primera medicina (alucinógena) que toma. “Marcó un antes y un después en mi visión de las cosas, me acomodó”. Del rapé (polvo tostado) de semilla de la vilca a experimentar con las plantas amazónicas ancestrales (como la ayahuasca o yagé) hay un paso. Entonces aprende los temas ceremoniales para cantar los sueños, alejado siempre del mercado de la espiritualidad y el chamanismo moderno y sus charlatanes.
Sus canciones con la planta sabia se hacen conocidas en redes sociales como Youtube. Es cuando los periodistas (tan adictos a etiquetar como somos) acuñamos el término que lo persigue desde entonces. Kike Pinto hace “música medicina”.
El concierto (de dos horas) en la pizzería Efímera de Sopocachi es más que nada una ceremonia íntima. Estamos 60 personas a la luz de las velas, escuchando a Kike. Cuando canta las hualinas, un par de niños hacen los coros. Son de tercero y cuarto de primaria de la comunidad educativa del Kurmi Wasi. No solo entona canciones al agua, huayños y yaravís, sino que también canta a capela acompañado de una “shakapa” (sonaja del Amazonas). Todavía no cree estar a la altura de la riqueza de los géneros populares, de la música de los pueblos. Sospecha que las canciones que crea están esperando en algún rinconcito de su memoria. Ahora tiene un nuevo sueño: su escuela intercultural Wiñaypasa (en Cusco).
Kike comparte el corazón cuando canta. No sabe si es etnomusicólogo, compositor, profesor, coleccionista de instrumentos o cantautor; “en realidad no sé qué soy”. Fue y es un niño (grande) atraído por el canto, por la música. Sigue siendo. Viajó por el Perú (y el mundo). Sintió que le hacía falta la música tradicional/ancestral de su país, sintió nostalgia de algo que nunca vivió, algo tatuado desde su herencia telúrica. Hoy se siente feliz, se siente contento cuando canta, cuando comparte su canto. Así se mantiene sano (física y mentalmente), así puede seguir viviendo. La música/medicina da sentido a su vida. Las hualinas, esas alabanzas al agua, han regado su corazón.
Texto: Ricardo Bajo Herreras
Fotos: Ricardo Bajo Herreras, comunidad Kurmi Wasi y Archivo Arturo Enrique Pinto Cárdenas.