‘Un día sin fútbol, me parece un día vacío’
Jorge Barraza, columnista de La Razón
A menudo imagino mi primera conversación con Dios cuando me muera. Me preguntará qué he hecho con mi vida, qué sentido le he dado. Le responderé que he intentado ganar mis partidos. Y probablemente me preguntará, decepcionado: ‘¿Eso es todo?’. Intentaré convencerle de que ganar partidos es menos fácil de lo que parece y que el fútbol tiene importancia en la vida de millones de personas, que crea momentos de unión, de alegría y de tristeza enormes”.
La frase está contenida en Arsène Wenger: La filosofía de un líder, el imperdible libro de memorias del célebre entrenador francés que durante 22 años fue el factótum de los éxitos y el crecimiento institucional del Arsenal inglés, así como de su juego agradable y ofensivo. Simplemente, él cambió su historia. Arsenal era grande por su gente y su tradición, con Wenger se universalizó también como equipo potente y ganador. El Profesor reconoce haberse dedicado íntegramente al fútbol, incluso por encima de su vida familiar y sentimental, desde los 7 años en Duttlenheim, una minúscula villa de Alsacia, donde se crió, hasta su actualidad como director de desarrollo del fútbol mundial de la FIFA. Lo que definimos como “un loco del fútbol”, un Bilardo, un Bielsa. La obra es otra maravilla que nos entrega a los futboleros el sello Córner, de Roca Editorial. Como antes nos deleitara con Puskas sobre Puskas y las autobiografías de Cruyff, Ferguson, Van Basten, Ibrahimovic, Gullit, tantos…
Arsène comenzó en el Nancy de la familia Platini, club pequeño, pero el que le dio estatus de Primera División. Buen primer año, triste tercero: descendieron. Ya era un “enfermo” del fútbol. “Habíamos perdido un partido las vísperas de Navidad. Pasé días encerrado. Solo salí el día 24 para ir a visitar a mis padres, pero estaba como un miserable, un zombi. Hoy me avergüenzo de aquella intensidad”. El Mónaco confió en él y Wenger dio el primer zarpazo de prestigio: en su año inicial ganó con amplitud el campeonato francés. No solo esto, comenzó a vislumbrarse quizá la mejor de sus habilidades: la de fichador experto, quizás el número uno del mundo en ese rubro crucial. Su ojo clínico y sus contactos consiguieron por monedas dos jugadores fabulosos: George Weah, que recién comenzaba en Liberia y llegaría a ser Balón de Oro, y Lilian Thuram, el fenomenal defensa que con 18 años actuaba en el Fontainebleau, un cuadrito amateur. Lilian sería campeón mundial 1998 y quien más vestiría la camiseta de Francia con 142 presencias.
Armó un plantel estelar. “Tenía unos jugadores fantásticos, como Manuel Amorós, el arquero Jean-Luc Ettori, Bruno Bellone, Battiston, Sonor, Bijotat… En el terreno de juego desprendían una enorme confianza, sabían lo que querían y no se dejaban pisotear. Me llevé bien con ellos y extraje una enseñanza: si el entrenador tiene buena conexión con los jugadores más fuertes, será más fuerte. Si no, nadará a contracorriente”.
Ya empezaba a perfilarse como un buen constructor de equipos competitivos, más en base a ingenio que a chequera. Partió al Nagoya Grampus, de Japón. “Me llevaron a ver un partido del equipo, iba último y llevaba perdidos 17 partidos consecutivos. Y ese que vi fue el 18. Me dije: ¿qué es esto…? Pero justamente fue lo que me decidió a aceptar: me gustó el desafío. Fue duro, eran unos muchachos buenísimos, había que hacerlos reaccionar. Lo conseguimos: avanzamos hasta el cuarto puesto. Y luego hasta el segundo. Incluso ganamos la Copa del Emperador y luego la Supercopa de Japón. Cuando me fui no intentaron retenerme. Me dijeron que se habían propuesto que Japón fuera uno de los mejores países futbolísticos en… cien años. ¡Yo era una parte del engranaje y de su plan! Es un dato revelador de su relación con el tiempo, de su persistencia y determinación”.
El 1° de octubre de 1996 cumplió el sueño de su vida: Inglaterra. El encanto de su fútbol. Y pudo cumplirlo en parte por un hecho fortuito: a los 29 años utilizó sus vacaciones para irse a Cambridge a estudiar inglés. Cuando fueron a tantearlo, empezó ganando: ya hablaba el idioma de Shakespeare. Llegó ante la incredulidad general: “¿Arsène qué…?”, preguntaron irónicamente los medios. Era un total desconocido. En 120 años era el tercer técnico extranjero en la cuna del fútbol, tras el checo Jozef Venglos (Aston Villa) y el argentino Osvaldo Ardiles (Tottenham). Sin embargo, se impuso y transformó para siempre al club londinense. Wenger fue simplemente, “el Arsenal”. Técnico, director deportivo, fichador, administrador.
Armó un equipo de profesionales médicos y físicos de máximo nivel y cambió las reglas de alimentación y entrenamiento. Revolucionó el fútbol inglés. Suprimió los largos entrenamientos de alto contenido físico por sesiones más breves, trabajando siempre con balón. Eliminó los chocolates, que eran un clásico, y las carnes rojas, sustituyéndolos por una dieta más apropiada. Estos métodos son hoy norma en todos los clubes ingleses.
Conquistó 3 veces la Premier League, 7 FA Cup, 7 Community Shield, fue finalista de la Champions y de la Recopa de Europa, hizo que el Arsenal saliera del viejo estadio de Highbury para 38.500 personas y construyera el Emirates para 60.260. Y mostró su gran talento de ojeador, descubridor y captador. Hizo contratar a un jovencísimo Thierry Henry, a Patrick Vieira, Robert Pires, jugadores fenomenales, a precios irrisorios. A Kolo Touré (“el crack más barato de la historia”, dice). A Nicolás Anelka lo vendió al Real Madrid en casi cien veces más de lo que lo adquirió. Manejó 450 traspasos. Recuperó a Toni Adams, granítico capitán de Inglaterra que estaba hundido por la bebida y lo llevó a liderar al equipo seis años más. Explotó al máximo a Dennis Bergkamp, fichó a Cesc Fábregas, Marc Overmars, a Van Persie… Sacó lo mejor de ellos y luego los traspasó por el doble o triple.
Mientras otros DT se centralizan únicamente en el equipo, Wenger (tal vez por su título de economista) fue casi un gerente que contribuyó de manera decisiva a la grandeza definitiva del Arsenal. Para dar el salto de calidad, el Arsenal debía dejar su viejo y entrañable estadio de Highbury para pasar a uno mucho más grande y confortable, que generara mayores ingresos. Con su anuencia, el club se embarcó en un costoso proyecto para levantar el Emirates. Se le fueron las tres estrellas principales: Patrick Vieira, Thierry Henry y Robert Pires, que les habían dado tanta gloria. “No podía retenerlos y decirles ‘No, no te vas’. Los futbolistas son profesionales y quieren ganar. Hay que tomárselo con filosofía y ponerse en su lugar. Además, uno no puede enfadarse con quien le ha dado tanto. Su marcha era una forma de conseguir más ingresos para destinar al nuevo estadio”, relata El Profesor.
Comenzó la construcción de la nueva gran casa y el Arsenal quedó relegado deportivamente frente al Manchester United, el Chelsea y otros, que seguían fichando jugadores a altos valores. “Pensábamos invertir 220 millones de libras en la construcción y acabamos pagando 428 —evoca Wenger—. Para respaldar el proyecto se me exigió firmar por cinco años. Me comprometí por un lustro que estaría lleno de obstáculos. Aun así, reconozco que estaba encantado. El Arsenal era mi club, mi vida. Con el estadio logré cumplir mi idea del papel del entrenador: dar otra dimensión a la institución”. Se implicó tanto que, reconoce, “durante veintidós años no viví en Londres sino solo en el Arsenal”.
Implantó una economía de guerra. Para poder sostener con los ingresos del fútbol la construcción del nuevo estadio había que clasificar a la Champions en al menos tres de cada cinco temporadas, pero lograron entrar a 19 consecutivas. Y, una vez inaugurada la nueva casa, debían conseguir una media de 54.000 espectadores por partido, “pero logramos 60.000”.
Finalmente terminaron de pagar a los bancos y el Arsenal se hizo poderoso. “Cuando fiché por el equipo, sus acciones costaban ochocientas libras, cuando me fui habían subido a diecisiete mil. A mi llegada, el club tenía entre 70 y 80 asalariados, al irme eran setecientos. Quedó un club saneado y fuerte”.
Se fue del Arsenal el 13 de mayo de 2018. “Un club que durante veintidós años fue mi vida, mi pasión y mi preocupación permanente. Pero nadie debe haber tenido la libertad que tuve para hacer todo lo que quise. Fui inmensamente feliz”.