Sabor Clandestino, homenaje a la memoria
El arte y la gastronomía se unieron en este almuerzo performance propuesto por el chef Marco Antonio Quelca, experiencia que busca replicar para más público este año
La relación entre cocina y arte tiene larga data, desde la inspiración frutal para pintar bodegones hasta los banquetes que ofrecían cultores del arte conceptual, como Daniel Spoerri y Joseph Beuys. Es de lo más normal hablar del “arte culinario” o decir que la gastronomía es “todo un arte”. Pero, ¿cuándo se pasa de una propuesta creativa gastronómica a una verdadera pieza artística?
Marco Antonio Quelca Huayta —cuyo nombre artístico es Sabor Clandestino— es un chef/creador paceño de 32 años que responde esta pregunta con su trabajo. Si bien las primeras relaciones entre gastronomía y arte han tenido que ver con los paralelismos entre el impacto sensorial de una obra contemporánea y el de un platillo de vanguardia —presentación visual, aroma, texturas, sabores—, el trabajo de Quelca se ha concentrado en la exploración de lo performático.
Esa es la vocación de Sabor Clandestino: su historia personal se entreteje entre sabores, sensaciones y paisajes mentales; persigue la narratividad y responde a través de la comida como la expresión de un pueblo.
En la pieza Cascándole, celebrada en el parque de Cotahuma, ha hilado la historia de su niñez y juventud en esta zona, aquejada por los deslizamientos. Subiendo hasta la entrada del parque, como dos cuadras sobre la parada del Teleférico, Lucía Trujillo es la designada para servir de guía a seis invitados; entre curadores, investigadores y periodistas. Es una Beatriz de blanco uniforme y sonrisa cálida quien relata la niñez de los vecinos en el barrio, cómo cayeron las casas en el ahora camposanto verde, y la situación actual de este parque olvidado; una mancha verde y silenciosa que, en su belleza, todavía alberga dolor.
Seis minutos de caminata llevan hasta el aperitivo: un barquillo relleno de crema de wallake, con chip de chuño, gelatina del caldo y ají amarillo. Se sirve desde un cajón de heladero. Los sentidos son golpeados por primera vez: evocan la niñez y cuestionan la posibilidad de un helado de pescado.
Más adelante, una mesa de vidrio coloca a los visitantes frente a un mirador. La naturaleza es gentil: brisa suave, sol radiante y el aroma de los eucaliptos. Una copa con agua fría y hojas de cedrón ayuda a refrescar el paladar. El entrante se llama El huerto de la abuela: en un plato de madera se recrean los sabores de la niñez del artista con verduras de Río Abajo, crema de queso y tierra de quirquiña.
Le sigue el Ají de tripeo, servido en tradicionales platos de fierro enlozado. Es una especie de ají de fideo que en lugar de pasta utiliza tripas de vaca fritas embadurnadas con crema de jallpahuayca, crema fluida de chuño y cremoso de huacataya. Es una reformulación de los platillos callejeros con los que el artista ha crecido.
Imponente es el segundo plato fuerte, A mi Pachamamita, que llega cubierta por una campana de vidrio. Al abrirse, suelta el humo de k’oa, que trae a la mente las mesas rituales andinas. Es un ahumado de llama napada con vino de ch’alla, crema de tunta y queso y ocas confitadas. Es un homenaje a la tierra y a su misticismo.
La magia llega con La desaparición. En un bol postrero de cristal está el postre cubierto por algodón de azúcar. Quelca se acerca con la salsa de api y la vacía lentamente sobre la nube dulce que desaparece y deja ver el mousse y el helado, también de api.
El almuerzo termina, pero antes de partir, Quelca se adelanta y hace una última parada. El chef cava en la tierra y allí deposita en una tutuma el entremés, que vacía mientras lee una crónica sobre el terror vivido por los deslizamientos y el camposanto que ahora es el parque. Es entonces que se saborea el sorbete de eucalipto, hecho con materia prima del lugar, un sabor dulce y refrescante del pasado doloroso que queda, pero que ha cambiado de color, de textura, de sabor. Es ahí donde Sabor Clandestino aplaca a la tierra impredecible con los sabores de su historia.