Friday 24 May 2024 | Actualizado a 11:14 AM

La Paz de Chuquiago

Un viaje por el tiempo y el espacio del cine

/ 15 de julio de 2012 / 04:00

Parado en el mirador de Killi Killi, junto a Óscar Cacho Soria (+) y Luis Espinal (+), el cineasta Antonio Eguino les señaló la ciudad de norte a sur. Les dijo que la película que tenía en mente debía contar cuatro historias de cuatro personas habitantes en distintos puntos de esa La Paz descendente. “Desde aquel punto podíamos ver, tanto El Alto como la zona Sur de Chuquiago”, dice ahora el director mientras observa el paisaje de la ciudad, esta vez, julio de 2012, desde la curva de Villa Victoria. Esa misma perspectiva, ciertamente menos poblada de casas en la década de los 70, fue la que inspiró a Matías Marchiori (+) el afiche de la película que llegó a la gran pantalla en 1977, es decir, hace 35 años.

Eguino ha aceptado la invitación de Escape para recorrer los sitios en los que se filmó Chuquiago, la película más taquillera de la historia del cine boliviano: 250 mil espectadores no superados hasta hoy. Para hacer esa travesía ha sido convocado Guillermo Aguirre, quien hizo la asistencia general en la película, actuó y fue “el chivo expiatorio” de los arranques de nervios e impaciencia del cineasta, se quejará varias veces “del jefe”, un poco en broma, mientras Eguino le pedirá siempre que no exagere.

Nueve de la mañana. Plaza del Scout, inicio del viaje en el tiempo y el espacio. En una esquina de este sitio ubicado en la zona de Miraflores vive Aguirre. “Qué casualidad”, se sorprende como si lo descubriera ahora mismo, pues allí se filmó una escena de Johnny (Edmundo Villarroel +), el hijo de migrantes aymaras, universitario, con sueños de superación. Ahí es donde Johnny camina junto a una joven de clase media (Mirtha Dávila) a la que desea conquistar; de pronto se detiene delante de ellos una petita y baja el tío de la chica y la cuestiona: “Martha, ¿qué haces con ese cholito?”.

Eguino pide a su antiguo ayudante no olvidar que Tito Landa (+), el tío, no sabía conducir. Alguien, cuyo nombre ya no recuerdan, tuvo que manejar los pedales recostado en el piso del auto, mientras el actor sólo movía el volante.

La historia de Chuquiago se remonta a 1970, va a decir el director en algún momento del viaje entre La Paz-El Alto-La Paz. “El rector de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), Pablo Ramos, me había pedido hacer un documental sobre la Revolución Universitaria. Empezamos a preguntar y había de todo en las respuestas, menos una coherencia respecto al sentido de tal revolución. Con Cacho —el guionista de Chuquiago y de muchas películas  bolivianas fundamentales—, y en vista de que nuestras oficinas estaban al lado de la UMSA, decidimos invitar al azar a los estudiantes para entrevistarlos. Reparamos así en que había gente de todos los estratos sociales: desde el migrante que habitaba en El Alto hasta la chica de familia rica de la zona Sur, y cada uno pensaba la Revolución Universitaria a su manera”. El resultado fueron varias horas de filmación; pero el documental no se hizo, porque muy pronto, en 1971, llegó el golpe de Estado encabezado por Hugo Banzer. Sin embargo, la información quedó rondando en la mente de Eguino. Y luego de Pueblo chico, de 1974, en plena dictadura se comenzó a preparar Chuquiago.

Isico. La historia inicial es sobre un niño campesino que llega a La Paz. El primer contacto es El Alto, que por los 70 era un barrio más de la ciudad, bastante marginal.  “Cacho, hábilmente, creó esta historia”, dice Eguino. Había que encontrar al niño, en tiempos en que no había personas profesionales encargadas de buscar a los actores (casting) y todo se hacía de manera amateur. “Visitamos mercados, pero los chicos se asustaban, al igual que sus padres”.

Mientras se preparaba la filmación, el equipo, del que era parte Paolo Agazzi (asistente de dirección), buscó un asesor en idioma aymara. En la universidad había un joven profesor, Víctor Hugo Cárdenas (hijo de campesino migrante que llegaría a la Vicepresidencia de la República), que les dio clases y les presentó a su padre, Pedro, quien los guiaría hasta la zona del lago Titicaca, de donde era oriunda la familia. “Cuando llegamos a Huatajata se nos acercó un niño, sobrino de los Cárdenas, al que vi y me dije: ‘Éste es Isico’. Permisos de por medio, Néstor Yujra se trasladó a La Paz y vivió con Cacho Soria mientras duró el rodaje de su historia (marzo-abril de 1976).

Pedro Cárdenas actuó también. Es el tío que arriba a El Alto y entrega al niño a una vendedora de café —mamá Candicha (Alejandra de Quispe)— para que aprenda a  sostenerse en la ciudad.

La mayor parte de las escenas de exteriores de Chuquiago son las de Isico, y El Alto, además de la zona oeste de La Paz, el escenario. La actual avenida 16 de Julio, cerca de la Plaza de la Liberación (Túpac Katari) es la esquina donde vendía en verdad Quispe. La invitaron a actuar y ella aceptó encantada. Por ese entonces, recuerda Aguirre, guía providencial, pues, tiene una memoria prodigiosa, el lugar era una pampa de tierra, con puestos de venta de plátanos y verduras, sogas y otros enseres,  y la plaza no era sino un pequeño espacio en medio de casitas de adobe. ¡Quién iba a imaginarse que ese sitio se convertiría en parte de la inmensa Feria 16 de Julio, centro de una urbe autónoma!

Isico asume, pues, como el ayudante de la vendedora de café. Carga los bártulos para instalar el puesto y no se da cuenta de que unos pícaros le roban el queso del atado. Esa escena, un travelling, se hizo con un carrito que fue prestado por la empresa de ferrocarriles, recuerdan Eguino y Aguirre.

Cosas del cine, “el arte de mentir”, el puesto de mamá Candicha se instaló para fines de filmación en otro punto ajeno al original. El director quería un sitio sin mucho ruido, así que el equipo se fue a una especie de descampado, detrás del actual Cristo, en la Av. Panorámica. Desde allí —hoy irreconocible por el asfalto y muchas casas de ladrillo—, se filmó —con ayuda de una grúa para cambiar luminarias facilitada gracias al alcalde de entonces, Mario Mercado— el descubrimiento de La Paz por parte del niño: la hoyada le atraerá como un imán y hacia ella bajará por un sendero que todavía existe, pero que está separado de la ladera por una malla de metal.

Johnny. Desde Villa Victoria, la cámara descubre un conjunto de viviendas de ladrillo en el límite entre El Alto y La Paz. Allí vive el protagonista de la segunda historia: Johnny, sobre cuya vida, como con las de Carloncho y Patricia, se tuvo que esperar hasta septiembre para la filmación, pues en julio falleció la madre de Antonio Eguino.

El joven melenudo Edmundo Villarroel fue presentado al equipo por Paolo Agazzi. “Lo hizo muy bien”, dice el director que recuerda haber visto a su actor tiempo antes de su muerte, en Cochabamba, atendiendo una chicharronería, “gordo, gordo”.

Como padres de ese personaje actuaron Fidel Huanca —que también haría de chasqui en Amargo mar (A. Eguino, 1984)  — y su esposa Julia de Huanca (+).  
Johnny camina por el oeste de La Paz y por Miraflores, como ya se ha dicho. Y se reúne en el bar Los Amigos que había en la Garita de Lima, con Zorro (Guillermo Aguirre) y Wattiras (Hugo Pozo). Este último convencerá a Johnny de robar para tener plata. La casa cuya cerradura deschapa el pillo está en la 20 de Octubre y J. J. Pérez, muy abierta hoy en día, pues da paso a un negocio.

Como anécdota, Eguino cuenta que entonces no se estilaba cuidar del vestuario, como pasa hoy con profesional celo. “Johnny llevaba una chamarra de cuero y una camisa. En medio del rodaje viajó a Cochabamba y perdió la primera prenda, mientras la segunda quedó rasgada por una pelea. Tuvimos que conseguir la chamarra y remendar la camisa”.

Carloncho. Para dar vida a Carloncho, el burócrata clasemediero, se recurrió a actores que, como David Santalla, tenían ya larga trayectoria en el teatro. “Nos reunimos con ellos —además de Santalla, Tino Lozada, Pablo Dávila y Raúl Ruiz— y les pedimos ensayar escenas del guion. Cacho fue ajustándolo con las sugerencias de los actores”. Santalla demostró ser un profesional: disciplinado, puntual, destaca el director. De hecho, él aportó mucho, “le salía espontáneamente”, al personaje que, dentro del drama, tiene chispas de humor.

El viernes de soltero, que se traduce en reuniones de amigos para beber, en la película fue registrado en un restaurante de la calle Ingavi y Pichincha, hoy cerrado, de nombre Oruro. “Por poco causamos un incendio, pues, sobrecargamos los cables por la cantidad de luces necesarias para la filmación. Quise advertir al jefe, pero me mandó a cumplir con el trabajo y eso hice”, recuerda Aguirre parado frente a la vieja casa de estilo republicano.

Otra escena memorable es la visita de los amigos a un prostíbulo. Había uno en Villa Fátima regentado por una madame que aceptó colaborar encantada.

“Recuerdo que llegamos al lugar, yo iba con mi esposa, Danielle Caillet (+), quien hizo la foto fija de Chuquiago (también Pedro Susz), y la señora, luego de haber acordado lo que haríamos, me dijo: “Don Antonio, ¿no quiere probar la mercadería?” (el cineasta imita el tono araucano para recordar el episodio en medio de las chicas chilenas). 

Sobre el boliche exacto, no hay acuerdo entre Eguino y Aguirre. Que estaba por el puente Minasa, no hay duda. Pero sí sobre si era El Redondo o El Zepelín.

Discusiones de por medio, una anécdota famosa, cien veces contada, ayuda a zanjar el tema. “Como encargado de la continuidad, trabajó en Chuquiago el padre Luis Espinal. La noche en que filmábamos las escenas con las chicas, Luis salió a la puerta del local para fumar un cigarrillo. Acertó a pasar por el sitio un taxista que conocía bien al sacerdote. ‘Padre, qué hace usted aquí’, preguntó sorprendido. Y un Luis muy tranquilo le contestó: ‘Trabajando, hijo’”. Aguirre salta: “Ve, jefe, no pudo ser El Redondo —que estaba en un callejón al que no entraban los autos—, sino El Zepelín”.

Otros espacios por los que se mueve Carloncho son el Palacio Consistorial, donde es un funcionario más; un departamento en la calle Pedro Kramer, donde desayuna y hace bromas a sus hijas —una de ellas verdadera y las otras dos, de Tino Lozada—, y el Cementerio General.

Patricia. Para la última historia, sobre un vecino de la residencial zona Sur, Eguino había solicitado la ayuda del escritor y diplomático Wálter Montenegro (+). Éste, luego de echar un vistazo al guion, llamó machista al cineasta, ya que las cuatro historias tenían que ver con varones. El autor del libro de cuentos Los últimos se dedicó a perfilar a Patricia, esa joven de familia acomodada que estudia en la UMSA, que se une al entusiasmo universitario de luchar contra las injusticias y por el cambio social, pero que termina cediendo ante sus padres, dejando de lado el amor por un matrimonio de conveniencia. 

Eguino, que daba clases de cine en la Universidad Católica Boliviana, tenía una alumna “muy simpática, rubia, de muy linda voz”. Le hicieron una prueba, “y me di cuenta de que no iba a funcionar; se lo dije y ella lo tomó de tan buena manera, que inclusive me sugirió a Tatiana Aponte para el papel”. Le hablaron, pero ella no aceptó. La amiga tranquilizó al equipo y cumplió con el compromiso de convencerla.

Las escenas en la UMSA son sólo las exteriores. Las del aula, con un dirigente revolucionario arengando a los estudiantes (Andrés Canedo), se hicieron en una casa de la calle Jaimes Freyre y pasaje Muñoz Cornejo, en Sopocachi. Un muro de esa vivienda (que acogió a Jaime Paz Zamora y al propio Paolo Agazzi a su llegada a Bolivia desde Italia, dice Aguirre) es el que trepa la pareja de Patricia y Rafael (Julio César Paredes) cuando las fuerzas represoras asaltan la universidad. Se dice en el film que es un muro de la UMSA, pero así es la magia del cine.

Muchos de los que hicieron la película han fallecido, como delatan las crucecitas que pueblan esta nota. Hay lugares de La Paz que ya no son lo que eran. Como el muro de la avenida Montes, donde se  filmó la última escena: Patricia, en el lujoso auto  de su marido (Roberto Cozzi) mira triste el exterior. Sus ojos se encuentran entonces con los de un niño vestido pobremente: Isico. El muro, en ese lugar en el que se encontraban antes el norte y el sur de La Paz, cerca de la Pérez Velasco, está hoy lleno de estantes de libros usados.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

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Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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