Thursday 23 May 2024 | Actualizado a 02:43 AM

David Bowie, británico de espíritu francés

Encarnó las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sobre todo sexuales

/ 10 de marzo de 2013 / 04:00

Fue a mediados del siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida, que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (adieu, hablamos de Francia). Se permitía, a quien se disponía a abandonar la estancia, hacer aspaviento que pudiese iluminar sobre su partida: mirar el reloj, por ejemplo. Pero bajo ningún concepto era admitida una normal despedida.

Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Tal vez sólo asumiese un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.

Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis en cada una de las cuales ha querido asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad.

Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años 60 colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el británico sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, por el cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie.

Mayor Tom, Ziggy y otros más

Como forzado por el cambio de apelativo, se sumergió en una disciplinada alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a Space Oddity, una épica canción en la que narraba cómo el Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún punto inconcreto del espacio exterior en el que la nave que tripula ha quedado varada, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada por radio en 1969, cinco días antes de que despegase el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la civilización occidental con la llegada del humano a la Luna. La supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la mitomanía del público, presentándose como un ser andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.

A partir de entonces, nada sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse en vanguardia de todos esos músicos que pretendían desechar del orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de falsete, sin olvidar los timbres graves con que Madre Natura le había honrado. Fue Bowie y sólo Bowie quien trajo la moda al rock. Fue Bowie y sólo Bowie quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su estrella predilecta. Él encarnaba las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales, políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.

Durante ese tiempo, amén de una virtuosa estrella de la música popular, se erigió en artífice de tres discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la evolución del rock’n’roll: Space Oddityó, la psicodelia adiestrada The man who sold the world, el hard rock bisexual; Hunky Doryó, el pop experimental de laboratorio. Suficiente para cambiar y diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente para que el artista acabase hastiado de su propia creación y decidiese tomar un nuevo rumbo, asumir una nueva personalidad.

Llega Ziggy Stardust. Con una imagen inspirada a partes desiguales por las dragqueens de la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y los desquiciados drugos de La naranja mecánica, Bowie se presenta como un extraterrestre bisexual llegado a la Tierra para salvarla de la destrucción. Para ello se transforma en una especie de profeta melódico.

1972 es el año en el que el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras, y que también anticipaba toda la pirotecnia y fantasía lumínica del stadium rock.

Siguiendo al dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie decidió sin embargo tributar ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto que convertiría en filme para la posteridad el director D.A. Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum Aladdin Sane.

Consiguió el genial músico poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la pansexual estrella de rock iluminada por una deidad superior, y Aladdin Sane (juego de palabras a partir de “a ladinsane”: “un muchacho loco”), prototípico ejemplar de músico del porvenir.

Un porvenir que ya había hecho acto de presencia y en que las armonías de raíces rhythm’n’blues se fecundan plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, del free jazz al avant garde futurista. Así moría Ziggy pero permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de versiones homenaje a los ídolos musicales de los 60, desde los Pink Floyd de Syd Barret, hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del espíritu francés del músico británico, aunque en esa ocasión escogiese a un cantante belga. Esa deliciosa versión sólo se publicó años después, como pista adicional no incluida en el LP original.

Revestido ya de la suficiente popularidad, Bowie se instaló en EEUU y, asimismo, su cohorte de paranoicos seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban las listas de éxitos de la música norteamericana.

Retomando sus visiones apocalípticas, Bowie da a luz al épico 1984, pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George Orwell.

Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans, en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station, álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues, nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco: un nuevo extraterrestre, inspirado en esta ocasión por la película de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que vino de las estrellas.

La gélida y elegante presencia de ese flamante marciano se agranda, contradictoriamente, con la cadavérica estampa de un Bowie consumido por la cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia respecto de las estridencias del falsete que le había ganado tantos acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en un extraño momento.

Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco, personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con las más duras  drogas que mordisqueaban a la juventud. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil que arrasaría el orbe: el punk.

Su regreso a Europa le lleva a unirse en Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce los mejores de sus álbumes de esa época. Pero también se une a un visionario Brian Eno, con quien, mano a mano e influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg, en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías musicales más desgarradas y reveladoras de la historia del rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger. La experimentación es total y Bowie arriesga hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su discográfica a que sus criaturas vean la luz.

Sus iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van de la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con el ruido blanco, en el que la densidad de todo espectro sónico adquiere la misma potencia.

‘Heroes’, el himno atemporal

Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia de las tendencias que iban a invadir las ondas radiofónicas en el futuro inmediato, y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, el lodger o “inquilino”, un sin hogar demente víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en esos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo amante de la música queda ya, por siempre, Heroes, himno atemporal.

Con firmeza pero sin estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980 Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un yonqui maltrecho y moribundo.

Desconcertante es la deriva musical que le llevó, en los 80, a coquetear sin ningún rubor con los vacuos ritmos discotequeros que invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de productores. Bowie había descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco al heavy metal más cazurro, para instalarse de nuevo en la música electrónica, al amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el mundo a principios de los 90.

Se salva, de esa década ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de esos conceptos filosóficos cuajados de referencias literarias que tanta fama le habían dado. La alquimia de Brian Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido, con el álbum Outside, 1995, germen abortado de una trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se habría de narrar los desquiciados y violentos crímenes de un artista asesino.

Y dos años después, Earthling, agresivo y barroco álbum impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.

Se arrastra el músico ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún que otro pespunte creativo, como aquel Heathen de 2002, postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.

Después… la despedida que no se materializa y, como broma final, su colaboración con la actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones del grandioso Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo avanzase a alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un sonido que nunca debió desaparecer. Claro que la Johansonn no es Crosby, pero… quién sabe.

Ahora que sólo quedaba esperar el regreso de Bowie, aunque fuese para darle nombre a ese aristócrata francés que dejó la escena musical sin despedirse como es debido, reaparece el alienígena haciendo alarde de cierta mitomanía, con una canción y un clip (We are we now) que retrotraen a sus años berlineses, y con una campaña publicitaria que juega a ocultar su rostro con crípticos mensajes que invitan a soñar con una nueva joya discográfica que el martes aullará en nuestros pabellones auditivos.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

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Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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