El milagro del rugby: El proyecto Alcatraz en Venezuela
El asalto a la hacienda Santa Teresa, en diciembre de 2003, cambió la vida no solo de los dueños sino de los atacantes.
Todo empezó con un violento asalto. Un audaz empresario comprendió que no podía vivir de espaldas a su comunidad. Y la hacienda Santa Teresa, cuna del ron venezolano, se convirtió en escenario de una increíble historia de rehabilitación de delincuentes y regeneración social a través de un deporte de villanos jugado por caballeros.
Cuando aquel sábado de diciembre el oficial de seguridad, uno de los 28 hombres a las órdenes del expolicía Jimin Pérez, acudió a apagar un incendio en los límites de la hacienda, ni en sueños pudo haber imaginado que la brutal paliza que estaba a punto de recibir desencadenaría una sucesión de acontecimientos que iban a cambiar el destino de aquel valle y de sus habitantes. Encontró el fuego, pero también una emboscada. Tres asaltantes se abalanzaron sobre él, le desarmaron y lo golpearon hasta casi matarlo.
Esto es el estado de Aragua, al norte de Venezuela. Corría el año 2003, el presidente Hugo Chávez cumplía su quinto año en el poder. Aquella no era la primera invasión que sufría la hacienda Santa Teresa, 3.000 hectáreas con 200 años de historia enclavadas en un exuberante valle, dedicadas principalmente a la plantación de caña de azúcar para elaborar ron. Las bandas juveniles controlaban los barrios —así se llama aquí a las favelas— del municipio de Revenga, que se encaraman caóticos a los empinados cerros que rodean la hacienda. La tasa de homicidios en el municipio en los primeros años del nuevo siglo rondaba los 114 por cada 100.000 habitantes al año, el doble de la media en Venezuela, el país con la segunda tasa más alta del mundo después de Honduras.
Alberto Vollmer, de 44 años, presidente de Ron Santa Teresa y dueño de la hacienda, fue informado del asalto aquella misma tarde. “Lo primero que piensas es llamar a la Policía”, recuerda, “pero la Policía es tan corrupta que no sabes a qué atenerte. Decidí decirle a Jimin, mi jefe de seguridad, que se pusiera a buscarlos”. Jimin Pérez, un hombre corpulento y socarrón, conocedor de los códigos del hampa, que lleva 20 años al servicio de Vollmer, emprendió la caza y en pocos días ya tenía una presa. Llamó a su jefe. “Ingeniero, tengo a uno de ellos. Solo nos queda joderlo”, le dijo.
Alberto le ordenó que lo entregara a la Policía. Jimin lo hizo y resultó que la Policía llevaba tiempo buscando al chico, un miembro de la banda de la Placita. Lo metieron en un jeep, pero lo colocaron acostado, algo que le dio mala espina a Jimin: así los meten cuando no quieren que desde fuera se vea que llevan a alguien. Decidió seguirlos hasta la montaña y vio cómo lo bajaban del coche para ejecutarlo. Entonces Jimin intervino. Negoció con los policías y llevó al chico a la hacienda.
Alberto le pidió a Jimin que le quitase las esposas para poder tener con él “una conversación de caballeros”. El patrón se interesó por los argumentos del asaltante y le expuso los suyos. Le dijo: “Tengo dos opciones. Una es la legal, la que quisimos hacer antes. Y la otra es más creativa: te ofrezco trabajar tres meses en la hacienda para pagar tu culpa, y nosotros te damos comida y alojamiento”.
El joven aceptó la solución “creativa” y empezó a trabajar en la finca. A los pocos días, Jimin capturó al segundo asaltante, que resultó ser el jefe de la banda.
Alberto le ofreció idéntico trato y aceptó. Pero a los pocos días le pidió al patrón una reunión. “Verá”, le dijo, “es que hay algunos amigos, cuatro o cinco, que están en nuestra misma situación. ¿No podría usted reclutarlos también?”. “Que vengan el viernes”, le respondió Alberto, “y ya veremos”.
Y llegó el viernes. Pero no vinieron cuatro o cinco, sino 22. La banda de la Placita completa. Entonces Alberto tuvo una de sus visiones. “Nos estaban dando algo que antes no teníamos”, recuerda que pensó. “Sus caras, sus nombres, sus identidades. Empecé a ver en la crisis una oportunidad, así que reclutamos a la banda completa. Y ahí es donde realmente nace lo que bautizamos como Proyecto Alcatraz”.
Todo iba, recuerda Alberto, “violentamente rápido”. “Estábamos entusiasmados. Pero teníamos que ver cómo normalizar aquello”, explica. Tenían a la banda aislada en el monte, bajo la supervisión (no siempre amable) de Jimin. “Yo al principio quería que aquello no funcionara”, reconoce Jimin. “Les ponía las peores condiciones para que no aguantasen. Les subía de madrugada a la montaña a sembrar árboles, les daba la comida justa. Estuve un mes hostigándolos. Incluso les tendía trampas. Solía dejar una pistola sin munición al alcance de su mano para ver si la robaban, para probarlos. Y tenía escondida otra, cargada, por si lo hacían”.
Alberto se empezaba a dar cuenta de lo complicado del asunto que tenía entre manos. “Comprendimos que había que introducirles valores”, dice. Y fue entonces cuando, hurgando en su propia experiencia personal, dio con un inesperado catalizador que se convertiría en la clave del proyecto y de la transformación de los chicos: el rugby.
Alberto Vollmer es un apasionado de este deporte. Lo aprendió en Francia en los ochenta con su hermano Enrique. En 1990, al regresar a Venezuela, crearon un equipo en la universidad. Así que decidió pasar de la élite universitaria a los bajos fondos, hablarles a los chicos de Alcatraz del rugby y formar un equipo con ellos. Era un lenguaje que entendían y además, en palabras de Alberto, “un instrumento perfecto para transmitir los valores que necesitaban”. Esos valores se resumen en cinco: respeto, disciplina, trabajo en equipo, humildad y espíritu deportivo. El rugby, explica Alberto, tiene peculiaridades que no tienen otros deportes. En el fútbol, por ejemplo, la trampa está incorporada al deporte: los jugadores se tiran, engañan. En el rugby no se hace eso. Se pega duro, pero se juega limpio. Es un deporte de villanos jugado por caballeros. “En el rugby existe el llamado tercer tiempo”, añade Alberto. “Cuando acaba el partido, los dos equipos celebran juntos. Hay una hermandad que no hay en otros deportes. El deporte les enseña a estos chicos a comunicarse. Antes de Alcatraz, el rugby en Venezuela era universitario. Así que los chicos ahora tratan con jóvenes universitarios, tienen el tercer tiempo con ellos. Ahora hay cinco alcatraces en la selección nacional Sub-18 y tres en la absoluta”.
Con el rugby, los progresos empezaban a verse. Pero había un problema: la banda del Cementerio. Los peligrosos enemigos de los jóvenes reclutados ya se habían enterado de que andaban escondidos por el monte. Alberto comprendió que tenían que afrontar la situación y subió con Jimin al cerro, armados con un ordenador y un proyector. Lo cierto es que Jimin quiso subir mejor equipado. “Llevaba tres pistolas”, admite. “Pero él me ordenó que las dejara”. Llegaron a la plaza, protegida por posiciones de francotiradores, y Alberto empezó a llamar a la gente a gritos. “Tuvimos un debate sobre nuestra visión del municipio”, cuenta.
Y los 36 miembros de la banda del Cementerio acabaron en el Proyecto Alcatraz.
Trabajaban con las dos bandas por separado y del proyecto no había nada escrito, era pura intuición, se decidía todo sobre la marcha. Con el tiempo, las dos bandas hicieron las paces y jugaron al rugby juntas. La voz se corrió por el valle y a la semana había otras seis bandas haciendo cola para entrar en un proyecto que ni siquiera estaba definido del todo.
“Esto ha sido algo inesperado para todos”, explica Alberto. “Para nosotros, para las bandas y para las propias autoridades. Inicialmente incluso circuló el rumor de que estábamos haciendo un ejército de delincuentes para tumbar a Chávez. Han pasado mil cosas positivas, pero quizá el indicador más claro es la tasa de homicidios: hoy está en 25 por cada 100.000 habitantes al año, menos de una cuarta parte de cuando empezamos”.
Por el Proyecto Alcatraz han pasado cerca de 200 individuos de un municipio de 60.000 habitantes. Además hay un programa de rugby escolar y otro comunitario, dirigido a los chicos que apenas están asomándose a la delincuencia. Los propios alcatraces los reclutan en los barrios. Hay cerca de 2.000 muchachos entrenando. Y hay madres que han perdido a sus hijos en tiroteos en los cerros que ahora son mediadoras del proyecto. José Gregorio, uno de los jóvenes que participó en el asalto inicial y que hoy es entrenador de rugby, que aún conserva de su anterior vida un disparo en la pierna y otro en el brazo, aporta una de las claves: “Antes los chicos del barrio nos veían con pistolas y jugaban a pistolas; ahora nos ven con balones de rugby y juegan al rugby”.
Muchas Administraciones en países como Colombia se han interesado por el modelo. El propio Gobierno venezolano, tras los recelos iniciales, ha terminado por tender lazos. “Pero antes”, explica Alberto, “necesitábamos tenerlo encapsulado. Empezamos a buscar ayuda. Hasta que un día ganamos un premio en Inglaterra, llamado Beyond Sport, y nos dieron toda la consultoría gratis de Accenture”. Ahora están puliendo un proceso que se estructura en tres fases. La primera es la de aislamiento: tres meses de trabajo y rugby en la montaña. Después empiezan un trabajo remunerado en la empresa, y por último, la reinserción supervisada.
Domingo 24 de noviembre de 2013. Da de fiesta en la hacienda. Se juegan las fases finales de la 20ª edición del torneo internacional de rugby Santa Teresa.
Compiten los cuatro equipos del Alcatraz. El A, el B, el juvenil y el femenino. El sol tropical empieza ya a caer inclemente sobre el césped de la cancha de rugby, las hinchadas se acomodan en las gradas metálicas.
Un largo camino flanqueado por centenares de chaguaranos, imponentes palmeras que alcanzan los 25 metros de altura, conduce a través de densos campos de cañas de azúcar hasta la casa de los Vollmer. En un punto del recorrido, el camino se cruza en ángulo recto con otro idéntico, formando la cruz de Aragua, que históricamente ha servido para identificar desde el aire el valle. Los larguísimos chaguaranos fueron en tiempos pasados símbolo de opulencia. “El bling-bling de la época”, según explica un alcatraz.
Una opulencia que no se encuentra en la residencia de los Vollmer, en cuyo patio desayunan esta mañana tres generaciones. Alberto J. Vollmer y su elegante mujer, Christine; su hijo Alberto Vollmer y su esposa, María Antonia, y la pequeña hija de ambos, que pronto tendrá un hermanito. En el equipo de música suena aún otro Vollmer, Federico Gustavo, compositor, que fue el primero nacido en Venezuela, en 1834, con ese apellido alemán. El primer Vollmer que llegó a Venezuela, Gustav Julius, tatarabuelo de Alberto júnior, lo hizo en 1826. Quedó prendado de Francisca Ribas y Palacios, más conocida como Panchita, protagonista de una historia propia de una novela de realismo mágico. El tío de Panchita, José Félix Ribas, fue un general del ejército libertador, que en 1814 protagonizó la batalla de la Victoria, en la que un inexperto ejército de estudiantes que había reclutado paró a las tropas de José Tomás Bovés. Pero el temible Bovés se repuso, continuó su camino hacia la capital y ordenó liquidar a toda la familia Ribas. Solo se salvó la pequeña Panchita, que fue capturada cuando apenas tenía ocho años.
Una esclava liberada reconoció a Panchita y terminó comprándosela a un oficial por siete pesos macuquinos. La escondió con familias de negros durante cinco años. Cuando acabó la guerra, la trajo a Aragua, y aquí la conoció Gustav Julius Vollmer.
Gustav Julius y Panchita se casaron en 1830 y empezaron a recuperar las haciendas familiares. La de Santa Teresa la adquirió en 1875 su hijo, Gustavo Julio, y ya entonces se producía aquí un licor que llamaban ron. Alberto Vollmer júnior entra en escena en la segunda mitad de los noventa. La compañía de ron Santa Teresa vivía momentos críticos. Las fluctuaciones del cambio de moneda en el país habían convertido la deuda de la empresa en insostenible. El negocio del ron, como explica el padre de Alberto, es dolorosamente contracíclico en Venezuela. Cuando el país va bien y la gente tiene dinero, beben whisky; cuando la economía va mal, la gente se entrega al ron.