Tuesday 21 May 2024 | Actualizado a 11:00 AM

El milagro del rugby: El proyecto Alcatraz en Venezuela

El asalto a la hacienda Santa Teresa, en diciembre de 2003, cambió la vida no solo de los dueños sino de los atacantes.

/ 9 de febrero de 2014 / 04:00

Todo empezó con un violento asalto. Un audaz empresario comprendió que no podía vivir de espaldas a su comunidad. Y la hacienda Santa Teresa, cuna del ron venezolano, se convirtió en escenario de una increíble historia de rehabilitación de delincuentes y regeneración social a través de un deporte de villanos jugado por caballeros.

Cuando aquel sábado de diciembre el oficial de seguridad, uno de los 28 hombres a las órdenes del expolicía Jimin Pérez, acudió a apagar un incendio en los límites de la hacienda, ni en sueños pudo haber imaginado que la brutal paliza que estaba a punto de recibir desencadenaría una sucesión de acontecimientos que iban a cambiar el destino de aquel valle y de sus habitantes. Encontró el fuego, pero también una emboscada. Tres asaltantes se abalanzaron sobre él, le desarmaron y lo golpearon hasta casi matarlo.

Esto es el estado de Aragua, al norte de Venezuela. Corría el año 2003, el presidente Hugo Chávez cumplía su quinto año en el poder. Aquella no era la primera invasión que sufría la hacienda Santa Teresa, 3.000 hectáreas con 200 años de historia enclavadas en un exuberante valle, dedicadas principalmente a la plantación de caña de azúcar para elaborar ron. Las bandas juveniles controlaban los barrios —así se llama aquí a las favelas— del municipio de Revenga, que se encaraman caóticos a los empinados cerros que rodean la hacienda. La tasa de homicidios en el municipio en los primeros años del nuevo siglo rondaba los 114 por cada 100.000 habitantes al año, el doble de la media en Venezuela, el país con la segunda tasa más alta del mundo después de Honduras.

Alberto Vollmer, de 44 años, presidente de Ron Santa Teresa y dueño de la hacienda, fue informado del asalto aquella misma tarde. “Lo primero que piensas es llamar a la Policía”, recuerda, “pero la Policía es tan corrupta que no sabes a qué atenerte. Decidí decirle a Jimin, mi jefe de seguridad, que se pusiera a buscarlos”. Jimin Pérez, un hombre corpulento y socarrón, conocedor de los códigos del hampa, que lleva 20 años al servicio de Vollmer, emprendió la caza y en pocos días ya tenía una presa. Llamó a su jefe. “Ingeniero, tengo a uno de ellos. Solo nos queda joderlo”, le dijo.

Alberto le ordenó que lo entregara a la Policía. Jimin lo hizo y resultó que la Policía llevaba tiempo buscando al chico, un miembro de la banda de la Placita. Lo metieron en un jeep, pero lo colocaron acostado, algo que le dio mala espina a Jimin: así los meten cuando no quieren que desde fuera se vea que llevan a alguien. Decidió seguirlos hasta la montaña y vio cómo lo bajaban del coche para ejecutarlo. Entonces Jimin intervino. Negoció con los policías y llevó al chico a la hacienda.

Alberto le pidió a Jimin que le quitase las esposas para poder tener con él “una conversación de caballeros”. El patrón se interesó por los argumentos del asaltante y le expuso los suyos. Le dijo: “Tengo dos opciones. Una es la legal, la que quisimos hacer antes. Y la otra es más creativa: te ofrezco trabajar tres meses en la hacienda para pagar tu culpa, y nosotros te damos comida y alojamiento”.

El joven aceptó la solución “creativa” y empezó a trabajar en la finca. A los pocos días, Jimin capturó al segundo asaltante, que resultó ser el jefe de la banda.

Alberto le ofreció idéntico trato y aceptó. Pero a los pocos días le pidió al patrón una reunión. “Verá”, le dijo, “es que hay algunos amigos, cuatro o cinco, que están en nuestra misma situación. ¿No podría usted reclutarlos también?”. “Que vengan el viernes”, le respondió Alberto, “y ya veremos”.

Y llegó el viernes. Pero no vinieron cuatro o cinco, sino 22. La banda de la Placita completa. Entonces Alberto tuvo una de sus visiones. “Nos estaban dando algo que antes no teníamos”, recuerda que pensó. “Sus caras, sus nombres, sus identidades. Empecé a ver en la crisis una oportunidad, así que reclutamos a la banda completa. Y ahí es donde realmente nace lo que bautizamos como Proyecto Alcatraz”.

Todo iba, recuerda Alberto, “violentamente rápido”. “Estábamos entusiasmados. Pero teníamos que ver cómo normalizar aquello”, explica. Tenían a la banda aislada en el monte, bajo la supervisión (no siempre amable) de Jimin. “Yo al principio quería que aquello no funcionara”, reconoce Jimin. “Les ponía las peores condiciones para que no aguantasen. Les subía de madrugada a la montaña a sembrar árboles, les daba la comida justa. Estuve un mes hostigándolos. Incluso les tendía trampas. Solía dejar una pistola sin munición al alcance de su mano para ver si la robaban, para probarlos. Y tenía escondida otra, cargada, por si lo hacían”.

Alberto se empezaba a dar cuenta de lo complicado del asunto que tenía entre manos. “Comprendimos que había que introducirles valores”, dice. Y fue entonces cuando, hurgando en su propia experiencia personal, dio con un inesperado catalizador que se convertiría en la clave del proyecto y de la transformación de los chicos: el rugby.

Alberto Vollmer es un apasionado de este deporte. Lo aprendió en Francia en los ochenta con su hermano Enrique. En 1990, al regresar a Venezuela, crearon un equipo en la universidad. Así que decidió pasar de la élite universitaria a los bajos fondos, hablarles a los chicos de Alcatraz del rugby y formar un equipo con ellos. Era un lenguaje que entendían y además, en palabras de Alberto, “un instrumento perfecto para transmitir los valores que necesitaban”. Esos valores se resumen en cinco: respeto, disciplina, trabajo en equipo, humildad y espíritu deportivo. El rugby, explica Alberto, tiene peculiaridades que no tienen otros deportes. En el fútbol, por ejemplo, la trampa está incorporada al deporte: los jugadores se tiran, engañan. En el rugby no se hace eso. Se pega duro, pero se juega limpio. Es un deporte de villanos jugado por caballeros. “En el rugby existe el llamado tercer tiempo”, añade Alberto. “Cuando acaba el partido, los dos equipos celebran juntos. Hay una hermandad que no hay en otros deportes. El deporte les enseña a estos chicos a comunicarse. Antes de Alcatraz, el rugby en Venezuela era universitario. Así que los chicos ahora tratan con jóvenes universitarios, tienen el tercer tiempo con ellos. Ahora hay cinco alcatraces en la selección nacional Sub-18 y tres en la absoluta”.

Con el rugby, los progresos empezaban a verse. Pero había un problema: la banda del Cementerio. Los peligrosos enemigos de los jóvenes reclutados ya se habían enterado de que andaban escondidos por el monte. Alberto comprendió que tenían que afrontar la situación y subió con Jimin al cerro, armados con un ordenador y un proyector. Lo cierto es que Jimin quiso subir mejor equipado. “Llevaba tres pistolas”, admite. “Pero él me ordenó que las dejara”. Llegaron a la plaza, protegida por posiciones de francotiradores, y Alberto empezó a llamar a la gente a gritos. “Tuvimos un debate sobre nuestra visión del municipio”, cuenta.

Y los 36 miembros de la banda del Cementerio acabaron en el Proyecto Alcatraz.

Trabajaban con las dos bandas por separado y del proyecto no había nada escrito, era pura intuición, se decidía todo sobre la marcha. Con el tiempo, las dos bandas hicieron las paces y jugaron al rugby juntas. La voz se corrió por el valle y a la semana había otras seis bandas haciendo cola para entrar en un proyecto que ni siquiera estaba definido del todo.

“Esto ha sido algo inesperado para todos”, explica Alberto. “Para nosotros, para las bandas y para las propias autoridades. Inicialmente incluso circuló el rumor de que estábamos haciendo un ejército de delincuentes para tumbar a Chávez. Han pasado mil cosas positivas, pero quizá el indicador más claro es la tasa de homicidios: hoy está en 25 por cada 100.000 habitantes al año, menos de una cuarta parte de cuando empezamos”.

Por el Proyecto Alcatraz han pasado cerca de 200 individuos de un municipio de 60.000 habitantes. Además hay un programa de rugby escolar y otro comunitario, dirigido a los chicos que apenas están asomándose a la delincuencia. Los propios alcatraces los reclutan en los barrios. Hay cerca de 2.000 muchachos entrenando. Y hay madres que han perdido a sus hijos en tiroteos en los cerros que ahora son mediadoras del proyecto. José Gregorio, uno de los jóvenes que participó en el asalto inicial y que hoy es entrenador de rugby, que aún conserva de su anterior vida un disparo en la pierna y otro en el brazo, aporta una de las claves: “Antes los chicos del barrio nos veían con pistolas y jugaban a pistolas; ahora nos ven con balones de rugby y juegan al rugby”.
Muchas Administraciones en países como Colombia se han interesado por el modelo. El propio Gobierno venezolano, tras los recelos iniciales, ha terminado por tender lazos. “Pero antes”, explica Alberto, “necesitábamos tenerlo encapsulado. Empezamos a buscar ayuda. Hasta que un día ganamos un premio en Inglaterra, llamado Beyond Sport, y nos dieron toda la consultoría gratis de Accenture”. Ahora están puliendo un proceso que se estructura en tres fases. La primera es la de aislamiento: tres meses de trabajo y rugby en la montaña. Después empiezan un trabajo remunerado en la empresa, y por último, la reinserción supervisada.

Domingo 24 de noviembre de 2013. Da de fiesta en la hacienda. Se juegan las fases finales de la 20ª edición del torneo internacional de rugby Santa Teresa.

Compiten los cuatro equipos del Alcatraz. El A, el B, el juvenil y el femenino. El sol tropical empieza ya a caer inclemente sobre el césped de la cancha de rugby, las hinchadas se acomodan en las gradas metálicas.

Un largo camino flanqueado por centenares de chaguaranos, imponentes palmeras que alcanzan los 25 metros de altura, conduce a través de densos campos de cañas de azúcar hasta la casa de los Vollmer. En un punto del recorrido, el camino se cruza en ángulo recto con otro idéntico, formando la cruz de Aragua, que históricamente ha servido para identificar desde el aire el valle. Los larguísimos chaguaranos fueron en tiempos pasados símbolo de opulencia. “El bling-bling de la época”, según explica un alcatraz.

Una opulencia que no se encuentra en la residencia de los Vollmer, en cuyo patio desayunan esta mañana tres generaciones. Alberto J. Vollmer y su elegante mujer, Christine; su hijo Alberto Vollmer y su esposa, María Antonia, y la pequeña hija de ambos, que pronto tendrá un hermanito. En el equipo de música suena aún otro Vollmer, Federico Gustavo, compositor, que fue el primero nacido en Venezuela, en 1834, con ese apellido alemán. El primer Vollmer que llegó a Venezuela, Gustav Julius, tatarabuelo de Alberto júnior, lo hizo en 1826. Quedó prendado de Francisca Ribas y Palacios, más conocida como Panchita, protagonista de una historia propia de una novela de realismo mágico. El tío de Panchita, José Félix Ribas, fue un general del ejército libertador, que en 1814 protagonizó la batalla de la Victoria, en la que un inexperto ejército de estudiantes que había reclutado paró a las tropas de José Tomás Bovés. Pero el temible Bovés se repuso, continuó su camino hacia la capital y ordenó liquidar a toda la familia Ribas. Solo se salvó la pequeña Panchita, que fue capturada cuando apenas tenía ocho años.

Una esclava liberada reconoció a Panchita y terminó comprándosela a un oficial por siete pesos macuquinos. La escondió con familias de negros durante cinco años. Cuando acabó la guerra, la trajo a Aragua, y aquí la conoció Gustav Julius Vollmer.

Gustav Julius y Panchita se casaron en 1830 y empezaron a recuperar las haciendas familiares. La de Santa Teresa la adquirió en 1875 su hijo, Gustavo Julio, y ya entonces se producía aquí un licor que llamaban ron. Alberto Vollmer júnior entra en escena en la segunda mitad de los noventa. La compañía de ron Santa Teresa vivía momentos críticos. Las fluctuaciones del cambio de moneda en el país habían convertido la deuda de la empresa en insostenible. El negocio del ron, como explica el padre de Alberto, es dolorosamente contracíclico en Venezuela. Cuando el país va bien y la gente tiene dinero, beben whisky; cuando la economía va mal, la gente se entrega al ron.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

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Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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