Mario Sarabia, el demiurgo de Mallasa
Imagen: Ricardo Bajo
Mario-Sarabia
Imagen: Ricardo Bajo
El más grande ceramista de Bolivia cultiva el arte de la tierra y el fuego en su casa/taller de Mallasa. Alista una nueva exposición sobre el salar de Uyuni.
Mario Sarabia ha hecho miles de cerámicas. Cada vez que comienza una se pregunta lo mismo: “¿Para quién estoy haciendo esta?”. Nunca sabe al inicio para quién. Sarabia es un alfarero/ceramista que cree en el misterio, en el espíritu; ambos invisibles. Hay varias fotos y cuadros de Picasso en su taller. Nos ponemos a charlar del malagueño; este 8 de abril se cumplen los 50 años de su muerte.
— ¿Acaso Picasso soñó que tú y yo íbamos a estar hablando de él en esta última tarde de enero acá en Mallasa? Es el destino, son las cosas que fluyen. Picasso nunca imaginó ser tan grande, él simplemente trabajaba y trabajaba. Que Graciela Rodo Boulanger haya venido a mi taller hace 14 años y me diga maestro. Nunca lo soñé siquiera. El arte es misterio. ¿Qué te ha traído a mi casa para charlar justo ahora? Eres un mensajero del arte enviado por su espíritu. ¿Qué irás a escribir luego? En esta conversación he recordado cosas que creía haber olvidado. Yo haré ejercitar tu imaginación cuando vuelvas a tu hogar y hagas la nota.
Llevo ocho páginas escritas a mano por los dos costados. Han pasado cuatro horas de ameno diálogo, previo recorrido por el taller del más grande ceramista de Bolivia. Levanto la vista del papel y miro a Mario Sarabia después de sus enigmáticas palabras.
Misterio, espíritu invisible, destino, suerte. Sarabia habla como si fueran dioses paganos. Mario es un creyente. Cree en el arte del fuego, en el fuego del arte; en el espíritu de la cerámica. Es un demiurgo; parte del caos y lo ordena para construir su universo con un par de líneas; crea una vasija con llamitas que caminan la noche del salar a partir de un montón de barro del Valle de la Luna. Son copias de un mundo ideal, copias que nacen del fuego y la tierra, del aire y del agua. Del color. Demiurgo significa literalmente “maestro”, “supremo artesano”, “hacedor”. El demiurgo es un segundo dios. “Nunca digo que soy artista, un artista lo es después de mucho trabajo y suerte; el arte te lleva hasta donde quiere llevarte, esa es la suerte”.
Las criaturas de Sarabia son llamas, toros, pájaros, montañas, cabras, seres celestiales, pumas. Mario, a sus 70 años, tiene pinta de Noé, de patriarca de Mallasa. Vive cerca del zoológico y ha sido dirigente de la zona. Llegó al barrio hace 32 años. Y ha construido —sin ayuda de arquitectos— su particular arca. Tiene tres perros (Bola, Estrella y Nucita) y dos gatos (Bowie y Gastón). Bowie es un pequeño dios blanco que merodea sigilosamente por el taller mientras hablamos. A ratos se pone celoso (todos los dioses lo son) y se trepa al cuello del artista.
En el arca de Mario también viven cientos de llamitas, toritos y pajaritos (así los llama, en diminutivo siempre). Existen solo cuando el visitante los contempla, cuando la imaginación del que mira convierte un par de líneas y trazos en una llama/toro/pájaro. Entonces, el demiurgo se libera. Nos ha hecho creer cosas, de ahí nace su magia. Sarabia ha colocado un punto amarillo y nosotros creemos que es el sol.
Paseo la casa/arca de Mario. Tiene varios jardines, flores de todos los colores. Tiene pequeños azulejos en el piso con animales pintados del arte rupestre. Pareciera que el ceramista ha salido a cazarlos hace millones de años y ahora están ahí dibujados sobre el piso para siempre. En el umbral de la puerta interior hay un seto enorme en forma de toro con sus astas. Sarabia cultiva también el arte de la topiaria. Se necesitan años para dar con la forma deseada. En la habitación de los cuatro hornos, pregunto al maestro:
—¿Cuánto tiempo tardas en convertir la arcilla, la tierra en una vasija para luego llegar a la cerámica de los esmaltes y los colores?
Cuarenta años. El alfarero/demiurgo habla de otro tiempo. Para encontrar esas líneas, esos círculos, esas formas que parecen llamas, toritos, pájaros han tenido que pasar 40 años. Cuando la arcilla se transforma, la sensación es mágica. Dentro del horno (a más de mil grados de temperatura) se subleva la vida, nacen vasijas del fuego, vuelan cholitas como luciérnagas que fluyen del caos al mundo de Mario. Sus dedos hacen subir la tierra. Toma la palabra el poeta: “Objetos son de amor/estos reductos, diseminan/la luz y la reagrupan/mientras recobra el barro/la borrasca primaria de su fuego/. Ya está en vilo la vida: irrumpe del fondo placentario de los hornos”. (Caballero Bonald, Alquimia de la cerámica).
De los siete años que pasó en La Paz desde que nació (1953) en una clínica de Obrajes hasta que se fue a vivir a Nueva York, se acuerda poco. Es bautizado con el nombre de Marco Antonio. Estudia en el Colegio La Salle y vive entre Miraflores (cerca del estadio) y Sopocachi (por la plaza España). Tiene dos hermanos; uno mayor (Javier) y otro menor (Ramiro, muerto hace un año). Su padre, contador, es René Sarabia Yanguas. Y su madre, de larga carrera diplomática, Lourdes Sardón Pizarroso. Su abuelo es el poeta y dramaturgo Adán Sardón Zarauz; su nombre —del abuelo materno— tiene incluso un pasaje en Sopocachi.
La pareja se separa y la madre, destinada en la misión boliviana de Naciones Unidas, agarra a las wawas y se va para Estados Unidos. En los nuevos papeles gringos, su nombre se transforma (como la tierra dentro del horno); se llamará a partir de ahora, Mario.
La niñez en el oeste de Manhattan es feliz; o por lo menos así la recuerda. Aprende inglés sin darse cuenta. En la calle 83 no juegan todavía muchos hispanos; desde su casa camina solito junto a sus hermanos hasta el “Public School”. Hasta los 12 años juega béisbol, es primera base por su rapidez y agilidad. De la escuela, recuerda el olor a sopa de tomate a la hora del almuerzo. Andy Warhol está a punto de convertir la lata Campbell en un símbolo del flamante arte pop.
De la casa, en un edificio bajito con calle bonita y árboles, recuerda el primer televisor y sus imágenes borrosas. Cuando tiene 14 años, llegan algunos vecinos argentinos y ecuatorianos al barrio. Todos quieren jugar “soccer” (nuestro fútbol), chau béisbol. Mario es lateral derecho (con la tres en la espalda) en la German-American Soccer League. Llegará a jugar en junio de 1968 con la juvenil de los New York Generals el partido preliminar antes del Santos vs. Nápoli (4-2, con tres goles de Toninho y otro de Pelé) en el mítico Yankee Stadium del Bronx. “Había cuarenta y tres mil hinchas aquel día, sentí que todos me estaban mirando a mí, recuerdo que todos los chicos esperamos el saludo de Pelé y al final no nos saludó por todo el ajetreo”.
La “High School” la pasa en el barrio de Queens. Estamos en pleno auge del hipismo, inicios de los 70. Sarabia se va al campo a estudiar Agronomía (en la St. Lawrence University, estado de Nueva York). “Duré un año, estaba de moda volver a la tierra, cultivar tus propios alimentos, montar a caballo, fumar marihuana, intentar descubrir quién eras, mandar todo a la mierda, cambiar el mundo, hacer algo diferente con tu vida”.
Entonces, Mario conoce a una chica. Se llama Cynthia, se apellida Thompson, es pelirroja, es de Pensilvania. Pinta y hace fotos. El mundo del arte y de las galerías de Nueva York está por abrirse de par en par. Deja la agronomía y comienza a estudiar Museografía en el Museo Americano de Historia Natural en el Upper West Side de Manhattan. Es el barrio tantas veces retratado en las películas de Woody Allen. Es el barrio que todos conocemos sin haber caminado nunca por sus calles. “Una vez vimos a Dalí con su capa y su bigote, alto y flaco, caminando cerca del MOMA. Tengo un humor parecido al judío, mi esposa Lourdes a veces no lo entiende, pero tipos como Woody Allen, en esa época, había cientos por Manhattan. Salíamos a caminar de noche por Nueva York para admirar su arquitectura y descubrir una gárgola tras otra”.
En el Museo de Historia Natural, Sarabia está a cargo de la sala de México y Mesoamérica. Se encarga de armar los escenarios de las exposiciones, de montar las luces, de guiar al público, de enseñar a los chicos y chicas de los colegios. Las cerámicas olmecas comienzan a hacerle guiños, pero Mario todavía no se da cuenta.
En 1975 hace el viaje de su vida, todo un clásico “hippie”: junto con Cynthia viajará de Barranquilla a La Paz por tierra y luego subirá de Riberalta a la frontera brasileña-venezolana en callapo, vía Manaos. Cynthia será una amiga para toda la vida y llegará a ser madrina de una de sus hijas. Escribirá un libro (todavía inédito) sobre esta aventura y volverá a Bolivia para tomar fotografías a lo largo de nuestros ríos amazónicos.
Cuando regresa a Nueva York, comienza a extrañar la lluvia, la neblina, el viento frío del Illimani. Ahora es profesor de “soccer” en una escuela de ricos donde estudian los hijos de Rockefeller. Siente una rara nostalgia por la ciudad donde ha nacido y apenas ha vivido. Experimenta la llamada de la tierra, de su tierra. Es algo misterioso, como la vida misma de Mario Sarabia. Volverá a La Paz como volverá su madre (que aún vive con 91 años).
Antes conoce a una chica judía llamada Teru Simon, pintora. Su familia no aprueba la relación con un chico latino de tradición católica. Mario vive dentro de una película de Woody Allen. La novia va a ser la primera persona que le ponga un pedazo de arcilla en la mano. “Me encantó tocar la tierra, trabajar la arcilla, mi primera obra fue un marinero con su loro, todavía no sé por qué hice esa figura”. Un pirata, Mario es un pirata; no corta el mar, sino vuela.
Antes del anhelado regreso a la patria, vivirá un tiempo en Miami (donde se ha ido su hermano menor). Con su currículum, logra una “pega” en el Museo de Ciencias de Miami. Toma uno de sus cursos libres, de cerámica. Cuando se coloca frente al torno, siente el poder. Un espíritu invisible le dicta una frase en la cabeza: “Con esto voy a comer el resto de mi vida”. Dicho y hecho. Roba un libro, el “robo más grande de mi vida”. Es Ceramics of Picasso de Georges Ramié. Sarabia descubre la cerámica como pasión, se entera de que Picasso hace cerámica ya siendo un artista consagrado, con 67 años; como Gauguin o Matisse. “Me aferré a ese libro, Picasso me mostró el camino, me enseñó a poner algo mío en la cerámica, a diseñar, a no tratar la cerámica como lienzo, como pintura. Amo y sigo amando su búsqueda”.
Viene a La Paz de vacaciones por dos semanas y se queda. “Llevo 40 años de vacaciones acá”. Conocerá a su esposa de Sucre (Lourdes Giménez), se casará, tendrá tres hijos (María Julia, Francisco y María José Churka). Las hijas heredarán la pasión por el arte (trabajarán la joyería y la cerámica; montarán una galería con el padre en San Miguel). El hijo será fiel stronguista como su padre.
Cuando llega, se instala en Viacha, en una fábrica abandonada de cacao con un horno de adobe. Ni ventanas tiene la casa. De verdad quiere ser ceramista. Necesita saber más de él mismo. Sentir el miedo de no sobrevivir, experimentar la certeza de poder hacer algo diferente, como lo soñó en su época “hippie”. La familia pronuncia la frase maldita: te vas a morir de hambre. Quiere transformar la cerámica artesanal en el arte del fuego. Quiere entrar con sus objetos a las prohibidas galerías. Quiere abrir senderos. Se topa con rechazo, con perjuicios; apenas Inés Cordoba le tira algo de pelota. La tradicional división entre artes mayores y menores continúa desgraciadamente hasta hoy. Todavía algunos hablan de “decoración de vasijas”. Aún se ignora al (gran) arte popular; su sencillez, su rudeza, su belleza, su fantasía.
Vamos a retroceder siglos para explicar de dónde viene todo esto. “La conquista eliminó la cerámica de los pueblos originarios. Trajeron un dios diferente y lo impusieron con pólvora y arte. Extirparon idolatrías. Si ves menos de tus dioses, ves menos de tu arte y de tu cultura, de tu identidad. El arte es tan peligroso como la pólvora, o más. Eliminaron los dioses que se representaban en las cerámicas, en las piedras. Solo se permitieron vasijas para comer, utensilios para la cocina y todos tenían que llevar la cruz. La cerámica ceremoniosa con sus dioses para contar tus propias historias se eliminó a golpe de espada y cruz. No hay arte mayor o menor. Cuando miras algo y te entra directo al espíritu; eso es arte. Es la búsqueda. La artesanía reproduce, no busca; puedas hacer una taza, pero tiene que tener un alma por dentro”.
También puede leer: La magia en una valija
Sarabia trabaja con las manos, con la tierra, con el fuego; es un alquimista. Moldea su mundo. Cree que lo que hace es bueno. Cree que la arcilla es un ser, que la arcilla lo ha escogido, que ella permite su trabajo. Es algo misterioso, llámalo destino, espíritu invisible. Comienza a vender sus pequeños objetos en una tienda del Prado paceño que exhibe artesanía peruana. Es Algo Más, propiedad de Flavia Giménez, prima hermana de la que será su esposa. Llámalo destino. Conoce a Javier Núñez del Prado que tiene un horno jailón. “Es la primera persona que me llama ceramista, que me respeta; me visitaba en Viacha, tomábamos vino, es por aquel tiempo que empiezo a creer que soy ceramista”.
La primera exposición colectiva se monta en la casa de Gil Imaná e Inés Cordoba en la avenida 20 de Octubre, esquina Agustín Aspiazu (en Sopocachi). La primera individual, en el Centro Boliviano Americano de la avenida Arce. “Un primo de Emiliano Luján me prestó sus pedestales, pues nadie tenía”. A Jorge Ortiz, responsable cultural del CBA, le da un ataque de pánico escénico y Sarabia se queda sin palabras de presentación. Se lo pide a Gil Imaná, pero le dice que no. Después, el maestro ve la obra y dos minutos después le dice que sí: “En Bolivia exportamos harto estaño, pero no hay libra de estaño que pueda comprar estas cerámicas; en la obra de Sarabia hay algo, no pensé encontrar magia”. Gil, Inés y Mario van a ser grandes amigos hasta la muerte de la gran pareja del arte boliviano.
Después de esas dos primeras exposiciones vendrán muchas más. Ha protagonizado muestras en Porto Alegre, París (tres veces), Nueva York, México, Buenos Aires, Londres, Chicago. La revista más prestigiosa del mundo sobre cerámica contemporánea, Ceramics Month, fundada en 1953, le ha dedicado en septiembre de 1997 un reportaje especial escrito por Ryan Taylor. Sarabia tiene regada su obra por medio mundo. Ha recibido en su taller de Mallasa a cientos de aprendices y a grandes maestros que se han interesado por su disciplina: a Graciela Rodo Boulanger, a Alfredo La Placa, a Mamani Mamani, a Yolanda Bedregal. En 2005 recibe el premio de “Maestro de las Artes” por parte del Estado Plurinacional de Bolivia.
Mario prepara estos días una nueva exposición después de una visita al salar de Uyuni en 2022. Las llamitas caminan en la noche en la oscuridad del desierto blanco. Lo hacen en platos, vasijas, jarrones, láminas. El demiurgo de Mallasa escarba con la técnica milenaria de la arcilla y busca nuevas mezclas en el óxido, en los materiales cerámicos, en el esmalte y el color, en los engobes y vidriados. Selecciona la arcilla, más rojiza cerca de su casa, más pura en el altiplano. Vigila el momento sagrado de la cocción de las piezas, imagina líneas y perfiles, texturas y colores, busca un hallazgo.
Hace una semana, una pareja de Nueva York ha comprado un bello jarrón en su alfar. Han ido directamente por él. Los gringos creen que han escogido la vasija, pero ha sido al revés. Ahora es el logo de una prestigiosa página web sobre cerámica contemporánea. Ese jarrón ha buscado dónde quiere estar en el mundo. Es el misterio del arte del fuego, el fuego hipnótico, el fueguito que da vida, el fuego que siempre tiene la última palabra.Sarabia tiene razón: nunca sabe para quién hace sus cerámicas. Ni donde vivirán.
El arte de la tierra y el fuego nunca será menor; Mario, tampoco. Cuando dejo el taller en pleno atardecer —con la Muela del Diablo perfilada en el horizonte— volteo la mirada y leo una frase pintada sobre la pared. Es una cita del cubano Silvio Rodríguez: “Solo el amor convierte el milagro en barro”. Solo las manos del demiurgo de Mallasa convierten la arcilla en misterio.