TÁR
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Por una vez habrá que agradecer a los autodesignados miembros del tribunal supremo a cargo de emitir el dictamen anual acerca de cuáles son las mejores películas hechas en el mundo y, por ende, qué deben ver los espectadores del planeta. Y si bien cada vez son más notorias las turbias maniobras y los costosos lobbies que definen tras de bambalinas el voto de esos sentenciadores pertenecientes a la pomposamente denominada Academia de Artes y Ciencias de Hollywood en el show de los premios Óscar, de no haber sido por su azarosa determinación de incluir a Todd Field en la nómina de finalistas a la estatuilla a Mejor Director y a Cate Blanchett en la de Mejor Actriz, una película como Tár previsiblemente nunca hubiese desembarcado en las carteleras marginales como la nuestra, así fuese para permanecer en ella unos cuantos días y en horarios poco atrayentes.
Por añadidura, el propio intrigante título de la película no comporta referencia alguna para el espectador, como tampoco lo hace el de Alquitrán, con el cual fue estrenada en varios países. Y el dato de que el relato se extiende a lo largo de 153 minutos, adiciona otro escollo, aun cuando a las plateas no les va quedando alternativa distinta a resignarse a la costumbre cada vez más usual de extender las producciones actuales, muy a menudo porque sí, a tiempos narrativos capaces de agobiar hasta a los públicos con mayor paciencia, no obstante, que si hay capacidad masivamente erosionada por la digitalización de la existencia es justo la calma, o el aguante, puestos en la congeladora a causa de la adicción a la moda de los videos cortos en los formatos Twitter o TikTok y otras aplicaciones, las multipestañas para el caso inventadas tan solo a fin de mantener a los usuarios pegados a sus móviles y computadoras el mayor tiempo posible.
Entremos, empero, en materia. Todd Field vuelve a dirigir una película dieciséis años después de su segundo largo Secretos íntimos (2006), tan o más alabado como el primero En el dormitorio (2001) y en la oportunidad tampoco ha sido de menor envergadura la catarata de elogios prodigados por la crítica, con muy contadas excepciones.
Si bien la trama, sobre guion de autoría del mismo Field, pone bajo la lupa la historia de la ficticia célebre directora de orquesta/compositora Lydia Tár, y la música tiene una función fundamental, el film dista una enormidad de poder ser encasillado en el género de películas musicales, o en cualquier otro, puesto que Field rehúye, de manera sistemática, a hacer uso de las fórmulas dramáticas estatuidas.
El relato alza vuelo con una entrevista a Lydia por The New York Times a lo largo de la cual, hace gala de envidiable desenvoltura. Sin embargo, no obstante su firmeza, hay momentos, casi fugaces, pero que la cámara no pasa por alto, de un escondido titubeo. Así, de entrada nomás, en esa primera larga secuencia quedan expuestos los muy medidos y calculados recursos formales de los que hará uso el director para ir penetrando en la complejidad sicológica de su protagonista, solo en apariencia tan segura de sí misma.
Así nos vamos anoticiando que, aparte de estar ante una prodigiosa artista, de las contadas en obtener un EGOT, apócope acuñado con doble intención para aludir a quienes ya agregaron a su hoja de vida haberse alzado con los premios Emmy, Grammy, Óscar y Tony. Pero colegir la ambivalencia referida es tarea dejada a cargo del espectador, como muchas otras pinceladas detectables a lo largo del relato. Y tal vez el mayor mérito de Tár estriba en la evidencia de que Field conciba desde el vamos a quienes se encuentran del otro lado de la pantalla como especímenes pensantes.
El hecho es que Lydia practica una rutina frenética trasladándose a bordo de su avión privado del instituto Juilliard en Nueva York, donde ejerce cómo docente, a Berlín de la dirección de cuya Orquesta Filarmónica se encuentra a cargo. Tal ir y venir le deja escaso margen para ocuparse de su pareja, la violinista Sharon, pues la protagonista es lesbiana, y de Petra, la hija adoptada por ambas. Peor aún, puesto que acaba de publicar un libro autobiográfico, lo cual la obliga a estar presente en las respectivas presentaciones, y tiene en plena preparación un arreglo personal de la quinta sinfonía de Mahler.
Esa, empero, es tan solo la fachada agrietada y a punto de venirse abajo. Las mencionadas vacilaciones de Lydia ante una pregunta en la entrevista inicial, preanuncian el derrumbe íntimo por venir. Este se precipitará a causa del trágico final de Krista, antigua alumna de la aparentemente segura maestra, con la cual mantuvo un truculento affaire, condicionando la carrera de la discípula a mantener relaciones. Todo empeora cuando, luego del despido de Sebastián, conductor asistente, el cargo le es asignado a un tercero, provocando la ira de Francesca, leal, diligente y maltratada asistenta, quien considera que el puesto le correspondía. Para desquitarse del desaire, esta comienza a filtrar en las redes chats, muy rápido viralizados, poniendo en conocimiento público detalles comprometedores de la relación entre Lydia y Krista. De paso, en la orquesta se rumorea que Tár se encuentra alucinada por Olga, nueva y atractiva chelista invitada a formar parte de aquella. Y el acabose deviene cuando luego de la presentación de su libro en Nueva York, llueven en las redes los comentarios despectivos, explotando la condición lésbica de la protagonista. Dos entrelazados duros apuntes de la trama acerca del papel, de las redes precisamente en la inflación actual de los discursos de odio y del reflorecimiento de las narrativas machistas en reacción a la fuerza cobrada por los movimientos feministas.
No es el único dardo sutilmente envenenado que Field lanza para dibujar su desencantado telón de fondo epocal. Abunda, por el contrario, en muy filosos vituperios a múltiples facetas de la actualidad, con especial acento en la sordidez de pasillo imperante en el mundillo de la “alta cultura”, cuyos mecenas, aparte de lavar dineros conseguidos de formas non sanctas, solo entienden a la cultura como una torre de marfil con acceso reservado a muy pocos. En ese claustro de lujo, donde rige una suerte de confabulación, el poder desplaya sus inflexiones más nauseabundas. Allí, quienes lo detentan sin miramientos se sienten autorizados a cualquier abuso, o como Lydia le explica a su hija, refiriéndose a la verticalidad que impone en el manejo del grupo de músicos: “La orquesta no es una democracia”. Y quienes buscan hacerse del poder están resueltos a saltarse cualquier principio, moral o de otra índole, para abrirse campo, o in extremis denunciar a los incumplidores de las sórdidas reglas de ese mecanismo diseñado para utilizar a los demás en propio beneficio.
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El comportamiento de Tár va dejando, asimismo, pronto en evidencia que profesa una maniática creencia en las inigualables virtudes de la meritocracia, alineándose de tal suerte con aquellos cuya prédica insiste en que la competencia social constituye el rasero excluyente para definir quiénes accederán a la riqueza, la fama, el poder en definitiva o quiénes serán relegados, exclusivamente por su propia responsabilidad, a la marginación sin que en ello tenga nada que ver el patrón socio/económico vigente.
Igualmente, al ir penetrando en las varias capas de la personalidad de la protagonista, Tár vuelve a poner sobre el tapete una discusión cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos: ¿Es posible?, o mejor dicho, ¿es lícito valorar la obra de un(a) creadora(a) dejando aparte la contextura humana de este(a)?
Empero, todo ello, al igual que la prolija y calculada fotografía de tonos apagados, cercanos a una grisura que traduce visualmente la negativa del director a trazar una rígida división entre buenos y malos, y el aprovechamiento de la profundidad de campo para enmarcar, de una sola mirada, a los personajes en los lujosos ambientes donde se desenvuelven, solo vendrían a ser parte de ese logrado telón de fondo al cual aludí.
Entrevistado Field, aseguró que había escrito el guion pensando desde el principio encomendarle a la actriz australiana Cate Blachett meterse en la piel de la protagonista y que si ella no hubiese aceptado la propuesta, la película no se habría hecho. En efecto, el resultado viene a ser lo que suele denominarse un “film de actor (actriz)”. Blanchett, quien aparece en prácticamente todas las escenas, es el pilar fundamental de Tár, desplegando una descollante faena nada sencilla, advertidos los innumerables matices que comporta. Desde la perspicaz alusión a las tiránicas torpezas masculinas, incluyendo la agresión física, implícitamente aludidas por algunas de las actitudes de Lydia y explícitamente en su mención a las sonadas denuncias de acoso y otras de parecida calaña contra Plácido Domingo, hasta los agobiantes momentos de abatimiento cuando se asoma al borde del precipicio al cual se va precipitando su casi despedazada fama. Le toca pasar, además, entre los picos y las simas de su prestigio, por momentos en los cuales está obligada a poner en acto la fuerza y decisión de mantener controlados en público gestos y emociones, dejando en depósito su depresión y escudándose en su elegancia y sofisticación. Un auténtico tour de force en suma, que ya le reportó el premio máximo en el último Festival de Venecia.
Entre la corriente en boga afanada en desmitificar a los ídolos populares, y la afincada propensión de la industria del entretenimiento a engordar, por puras consideraciones publicitarias y comerciales, esos mitos, Field adopta una posición intermedia, que para el caso no supone el cómodo atrincheramiento en la falsa neutralidad con la que suele barnizarse la negativa a comprometer una opinión propia, sino la ya dicha decisión del director de poner a pensar al espectador para que extraiga sus propias conclusiones.
Puede advertirse una fisura, que afecta a la robustez del producto final, luego de la primera hora de la narración en la cual predominan las extensas secuencias intimistas apoyadas en la magistral composición de Blanchett, así como repleta de gestos y diálogos que van ahondando, sin tener necesidad de recurrir a ningún efectismo, en la personalidad de Lydia. En la otra hora y media hay un giro estilístico, fruto del cual asoman algunos golpes bajos, escenas de un simplismo desafinado con la solidez narrativa del tercio inicial del relato, y la historia se torna algo embarullada y dispersa al no concentrarse en uno de los motivos de la caída al vacío de la protagonista, multiplicándolos innecesariamente. No pierde, sin embargo, atractivo, gracias sobre todo a la labor de Blanchett, a pesar de esos cambios de tono y deja asentado que Field es un director seguro de lo que le importa abordar y cómo hacerlo.
Texto: Pedro Susz K.
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