Ellas Hablan
La cinta dirigida por Sarah Polley se basa en el libro de Miriam Toews sobre los abusos en una comunidad menonita
A escasos minutos de haber arrancado la película comienza a brotar la sospecha de que esta fue pensada, escrita y realizada calculando, con opinable honestidad, cómo poner atajo a la mínima tentación de observar cualquiera de sus aspectos so pena de ser puesto ante el pelotón de fusilamiento digital montado en las redes sociales, bajo la acusación de haber cometido el gravísimo pecado de incorrección política —dogma de la nueva profesión de fe atenida a un discurso rígido e “inobjetable”—, vertiendo agua helada sobre las, en gran medida, justas por cierto, alegaciones del #MeToo y corrientes afines.
Y no es que las atrocidades descritas, una y otra vez, por las mujeres que, cumpliendo a cabalidad con lo que manda el título del film no paran de hablar, hubiesen sido de menor cuantía. Es el modo recurrido para contarlas el que amerita más de una puesta en cuestión.
Baste recordar por lo demás que ya en los años 60 y 70 pareció quedar finiquitada la discusión acerca de si la temática abordada en una película, por muy nobles y revulsivas que fueran las intenciones impulsoras de su producción, era suficiente para conferirle un valor especial, sin interesar en absoluto el tratamiento propiamente cinematográfico aplicado para volcarla a la pantalla. De alguna manera, o de muchas, Ellas hablan reabre, sin el menor escrúpulo, el debate como si el medio siglo transcurrido desde entonces hubiese borrado con el codo lo escrito, discutido y concluido hace media centuria a propósito de las películas “de mensaje”, una de cuyas expresiones tardías pretende por cierto ser esta.
En 2009, un grupo de mujeres pertenecientes a la colonia menonita de Manitoba, situada en el departamento de Santa Cruz, a 150 kilómetros de la ciudad capital departamental, se atrevió a denunciar que en ese lugar más de un centenar de adolescentes, adultas e incluso ancianas habían sido ultrajadas durante años por tíos, hermanos y vecinos de la misma congregación. Para perpetrar sus abusos, aquellos se valían de un potente somnífero, usualmente utilizado para adormecer a los toros antes de castrarlos. Este, en spray, se regaba en las noches por las ventanas al interior de las casas, inmovilizando a sus moradores, incluidos los perros. De tal suerte, las violadas no podían recordar lo sucedido ni reconocer a sus violadores, lo cual permitía que, recurriendo a los paradigmas de los rígidos preceptos religiosos vigentes, los hechos fuesen atribuidos a los demonios. En 2011, las autoridades judiciales del lugar condenaron a 25 años de prisión a siete de los responsables y a 12 años al proveedor del sedante. Y en 2018, la escritora y actriz canadiense de ascendencia menonita Miriam Toews, basándose en aquellos eventos, publicó Ellas hablan, versión novelada de los mismos, que a su vez sirvió de base para el guion de la película homónima escrita y dirigida por su connacional, la actriz, cantante y realizadora Sarah Polley.
En el texto, así como en el film, la colonia ha sido rebautizada como Molotschna, y el relato arranca cuando una madre intenta salvaguardar a la hija de uno de los atacantes, las mujeres se animan a denunciar el hecho y tres hombres son detenidos. Enseguida, en un granero, ocho mujeres de diversas edades debaten a lo largo de 48 horas qué corresponde hacer, aprovechando la ausencia de los varones, en viaje a la población donde pretenden pagar la fianza que permitirá a los acusados regresar a sus hogares dos días después en espera del resultado del proceso.
Tres son las opciones puestas sobre la mesa: resignarse, como se espera que hagan; perdonando a los agresores, al fin y al cabo toda la culpa la tienen la imaginación pecaminosa de esos seres inferiores e irredimibles o Satanás; permanecer en el lugar para enfrentar de una buena vez por todas a quienes, en nombre de las reglas doctrinales, les han impuesto la subordinación absoluta a un sistema que reduce a la mujer al papel de esclavas iletradas; o mandarse a mudar aventurando salir al mundo circundante, totalmente extraño para ellas, que, por si fuera poco, solo se comunican en plautdietsch, primitiva declinación del alemán, ya fuera de uso, excepto en las introvertidas aldeas organizadas bajo un estricto sistema vertical sexista, y recluidas en los claustrofóbicos mandatos del teólogo Menno Simons (siglo XVI), la interpretación de cuyos textos está, en las comunidades donde rige el mentado fundamentalismo religioso, a cargo de los ancianos, recayendo sistemáticamente en la objetualización de las mujeres y en la atribución excluyente de los derechos al otro sexo.
En las deliberaciones tan solo interviene, digamos, un varón: August, granjero sin suerte, docente, convocado a levantar las actas, guardando silencio y recibiendo, siempre cabizbajo, las reprimendas, con o sin motivo, de ellas. Es el macho bueno del film, puesto que no encaja en el estereotipo de los hombres, malos por definición genérica, incluyendo los niños, exhibidos, en las pocas escenas filmadas fuera del silo, como potenciales monstruos fatalmente condenados a seguir las huellas de sus abuelos, padres y amigos. La timidez de August, quien mantiene una cercana relación, asexuada eso sí, con Ona, su forzada amabilidad cuando pide disculpas luego de ser apercibido, o las veces que se escabulle en el silencio, siendo que tenía ganas de expresar algo, su inmediata, fácil, satisfacción ante el más mínimo gesto de aprobación, termina reduciendo su rol al de atento servidor, que, daría la sensación, es el modelo recetado por Polley para zanjar las evidentes disparidades de género aún imperantes.
Asistimos de tal suerte a un inacabable certamen retórico —de los 104 minutos que dura la película sobra un considerable porcentaje— más propio de una obra teatral que de un relato cinematográfico. Los argumentos a favor y en contra de cada una de las tres opciones mencionadas van y vienen con muy ligeros matices y en medio del consiguiente sopor uno comienza a identificar múltiples incongruencias. Por ejemplo, ¿cómo es que mujeres vetadas de tener acceso a cualquier instancia educativa, como reclaman las propias protagonistas, se expresan con semejante soltura oratoria y vuelo filosófico?
Otro caso: el de Nettie, quien afirma no haberse encontrado nunca cómoda en su condición de mujer y, por eso, después de haber sido violada por su hermano y abortar, resolvió cambiarse el nombre por el de Melvin, vistiéndose por añadidura de allí en adelante como hombre. ¿En qué lógica se sostiene que una fémina enclaustrada en el hermetismo social de ese entorno, encasillado en la restrictiva letanía ultrareligiosa, pueda optar por semejante mutación identitaria, y que ello sea excusado por aquel?
La respuesta a tales contrasentidos es que en lugar de ser personajes con espesor propio, son tan solo monigotes parlantes a través de los cuales la realizadora expone sus propias tesis a propósito de la discriminación de género. Y eso, además, sostienen quienes leyeron los escritos de Toews, partiendo de un burdo planteamiento que el guion repite, dejando de lado cualquier asomo de referencia a las desigualdades raciales, socioeconómicas, culturales, geográficas, etc., y anotando todo el debe del balance de las inequidades del sistema a cuenta del determinismo biológico. Falacia esta última que lleva a otra pregunta: ¿ignorancia vaginocéntrica, mala fe, o simple y llana demagogia anclada en la seguridad de satisfacer a cabalidad las expectativas de cierta intelectualidad bienpensante?
A lo largo del grueso de la trama, el esquematismo del planteamiento hace que, no obstante, el continuo blablá, prácticamente, no dé paso casi nunca a un verdadero diálogo. Ocurre que al parecer en ningún instante le interesó a Polley poner el foco en un genuino intercambio personal de ideas o propuestas fundadas en las experiencias vitales de las protagonistas. Es más bien una sucesión de monólogos, con un descafeinado sabor testimonial, armados con la pretensión de dar vuelo a una fábula de pretensiones universalistas, no exenta del añejo sesgo de las ambiciones del capitalismo occidental o centrista al mostrarse propietario excluyente de todas las verdades y recetas válidas para encaminar el mundo hacia su inexorable destino. El dato, tampoco menor, de la deslocalización del lugar donde acaecen los eventos, no obstante, se dijo, haberse inspirado en noticias tomadas de la realidad pura y dura, refuerza tal impresión.
El empaque teatral de la puesta en imagen resulta acentuado por la iluminación y el encuadre de Luc Montpellier, jugando a un preciosismo estético basado en la inmovilidad de la cámara y el recurso a una gama cromática de tonos apagados, muy próximo al sepia. Tal vez dicha opción aspiraba a subrayar visualmente la monotonía del diario vivir de esas mujeres, y/o a remarcar que indistintamente de su edad, apariencia o cualquier otra singularidad, todas ellas están de manera unánime sentenciadas a ese pasar agobiante, inmodificable, así transcurran los siglos. Sin embargo, sumándose al abuso en los diálogos, el referido estilo agrega su cuota parte al progresivo efecto somnífero que va apoderándose poco a poco de la narración, con el aporte también de monótonas tomas de iglesias vacías y cocinas igualmente deshabitadas.
Entre los escasísimos aciertos de la dirección puede anotarse la bienvenida abstención de la directora a regodearse con los detalles de los horribles ataques de que son víctimas las hembras, limitándose a mostrar en breves flashbacks las consecuencias de aquellos: muslos con hematomas, sangre en las sábanas, dentaduras quebradas, embarazos pese a la supuesta virginidad de las célibes, enfermedades de transmisión sexual (ETS) cuyo origen no se conoce y obliga a las afectadas a tratarse de manera clandestina, etc. Suficiente para ilustrar el espanto vivido por Ona, Nettie, Salomé y las demás acerca de cuyas historias quedamos, sin embargo, casi en ayunas, a consecuencia de la ya señalada, desorejada, obsesión de Polley por hacer de ellas representaciones metonímicas de un conflicto abundantemente explotado por los medios, sin haberse logrado avances significativos para ponerle fin.
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No obstante, la inverosimilitud de sus personajes, encasillados, se dijo, en un modo discursivo contrastante con la presunta procedencia de los personajes —a Polley le pareció suficiente reclutar a un grupo solvente de actrices, disfrazándolas de menonitas, para conseguir que el espectador se trague la píldora—, el elenco se las arregla para salir medianamente bien librado del envite, lo cual no estaba en absoluto exento del riesgo de no ocurrir, pero el esfuerzo desplegado consigue a momentos reencaminar la atención del espectador, siempre y cuando no hubiese optado ya por la siesta.
¿Y dónde desemboca el asunto? ¿Conscientes quizás sus responsables de la imposibilidad de proponer una respuesta contundente? acaba, según se sospecha terminará: mostrando a las mujeres de Molotschna en plena caminata hacia un destino desconocido. Algo así como sustituir el habitual “fin” con el aviso: “continuará”. Si así fuera resultaría muy recomendable el reemplazo de Polley y sus compañeros(as) por gentes no tan empantanadas en la narrativa simplista a propósito de una cuestión que no lo es en absoluto. A menos, claro, que el proverbial despiste de quienes nominan las candidaturas a los Óscar, calculando en cómo no exponerse a ser zarandeados por la ideológicamente, por muchos motivos, tramposa “corrección política”, o en la manera de alcanzar la unanimidad crítica, antes que detenerse a evaluar en serio —si tal cosa se encuentra a su alcance—, el genuino valor cinematográfico de lo que se está galardonando, termine por avalar oblicuamente el esperpento.
Texto: Pedro Susz k.
Fotos: Internet