ORURALIA
Segunda parte del cuento del escritor y fotógrafo Manuel Benavente, incluido en su libro ‘Cifra de los truenos’, a publicarse en Ediciones Arthero
Tras inusitado relámpago, truenos y centellas, una terrible lluvia se esparce y literalmente limpia la cuadra: ¡se cae el cielo! El interludio de los acontecimientos dura hasta casi el ocaso de la tarde, cuando de tormentosas, las aguas pasan a persistente llovizna… Todo el mundo cubierto de ponchillos transparentes retoma la entrada. Danzantes, músicos, espectadores; todos bajo el nylon. La plaza encendida por sus luminarias refleja de sus suelos a los seres bolsa en movimiento, dando brillo a la energía que los entorna. Erguidos entre las graderías los pacientes árboles refrescan sus troncas, vindicando su sacra desnudez. La gente eufórica, botella en mano, alienta el paso de comparsas.
En la Cívica es ahora el moreno quien se encuentra solo, inmerso en una mar de diablesas. Como cayera en cuenta de su error, avanzó hacia los bloques delanteros, en busca del fugitivo diablo… Y aquí está, en un laberinto de algas, ígneo, desprovisto de la cordura.
Esta intromisión toma ribetes diferentes, pues el torbellino de guantes y pañolas, encendidas capas y centelleantes minipolleras, rodea al girante turrilito, quien atónito se abandona a la febril danza de las mujeres, quienes con gracia saltarina, no tardan en marear al sujeto, quien como objeto cae, centrípeto de máscaras y cabelleras que no paran hasta formarse en filas espirales, circundándolo como ciclón en constelar movimiento, levantando una mano después de la otra, logrando de sus gazas ondas de aire que sostienen en limbo al subconsciente moreno, quien de medio parado pasa a pararse, y ajustando su máscara al rostro se incorpora totalmente, a recibir el feraz aliento de piernas y entrepiernas. Ebrio de aromas, no atina sino a continuar con la danza, centrífugo, atractivo, hechizado por la música y por su propio traje, sobre su propio eje… Es una rara imagen que no disloca el paso, más al contrario, lo proyecta de su delirio al encantamiento.

En eso, (¡ya también!) aparece la China Supay, la luchadora, en pos del agresor… Más al verlo rodeado por más de setenta diablesas, levantando sus rodillas a huracanadas, toma recato y piensa en su aproximación… no quedándole sino ponerse a bailar en el laberinto e improvisar su irrupción, si quiere alcanzar al endiablado moreno. En su avance sufre la magia del ritmo y en sus fueros define magistralmente ser parte de esta alucinante coreografía, determinándose por rodear al personaje y recuperarlo; quien como loco gira con los brazos en alto, en ausencia de su matraca… La gente en las graderías celebra la acción y expectante aplaude el desenlace, que no es otro que el posterior abandono frenético de la tolvanera, el regreso a las filas rectas y el avance con desparpajo.
Ambos, China y moreno, desaparecen mareados en su propia ChinKjhana, como tragados por una YanaWaRa, para ser devueltos a la obscuridad subconsciente del subsuelo, al uKupaCha. Ella olvida su despropósito y se entrega al ímpetu del hombre, quien indiferente la coge del brazo y tienen que pasar largos los segundos para volver en sí, ya no al emputamiento, sino a un nuevo delirio, sin música, sin danza. A un nuevo… Sin…
IV
Cabizbajo… rodillijunto… cuerpo acontecido, desplegando sus alas un cóndor se desplaza lento sobre la tibia loza, de hinojos, hacia la Mamita Kjhanttila. Reza. Para luego desarticular lento sus brazos y con ambas manos descolgar el enorme cirio, púrpura, ornado de encajes blancos, rojos, dorados, que portara en bandolera danzándolo por todo el trayecto, hasta aquí, cuando con delicada reverencia lo enciende, prendiéndolo a los pies de la imagen, de la que tras segunda oración se despide con velada sonrisa de complicidad.
—¡Este año te pido un varón!
Acomodando sus senos con los antebrazos se retira, aleteando festiva, como si nada… Las otras mujeres, entre ellas exultan sus cantos a la Virgen Madre, a la Mujer Divina, por los hijos que somos todos, por lo sagrado. Por más diablo que seas eres hijo de tu madre, y en este momento estás como frente a ella, rebosante por la devota mirada de generaciones. Vívida a la luz de sus candelas, congraciada de aromas, en el humo del incienso, la mirra y el copal. Los murmullos de la Gente no irrumpen lo místico del ambiente, al contrario, lo dotan de formas acústicas, profundas, extrañas, donde el silencio es lo más parecido a esa luz.
Atrás los diablos en desalojo, se despojan de sus máscaras y avanzan. Nuestro diablo no se abandona aún del asombro… permanece enhiesto, con la imagen de la morena, la bella; con el rubor de sus ojos en la mirada, con el desfallo en su garganta. Inquieta de movimientos, no ya en la memoria, sino en el entrecejo, quien tampoco olvida es ella, y lo está rozando con delicado encanto por el rabillo de sus ojos, pensándolo, dándose a ver, evocándolo con el mismo o mayor delirio, mordiéndose de azul los labios.
Sacudiéndose la gran melena, como para espantar a los mismísimos anChanChu, alborotando su propia cabellera, empapada de sudor y aguas benditas, el diablo se entrega a la deprecación. Todos sus sentidos están ahora centrados en esa forma de pensamiento, en esa sutil manera de habitar la trascendencia (…algunos diablos saben orar), y por instantes se pierde, para con el sonido de su propia voz volver e incorporar su cuerpo, con cierta paz.

¡Sale! Inmerso entre las gentes. El raudo ir y venir de la multitud lo vierte al vértigo, “el viento lo devuelve al movimiento y no hace más que no hacer…”, vagando solo, en pos de sí mismo, con un vacío parecido a la estupidez.
Es cuando en el interior de un pequeño toldo, naranja, inundado por amarilla luz, de frente, flanqueado por otros dos similares saciaescientes, está él, él mismo, en cuerpo y hambre, comiendo solo, con la máscara a media asta, con los dedos pregnados de charki y llajua, inmanente en el yantar.
Vuelve su cabeza y recula. Oye en su interior: “¡Si te ves, que ni te vea! ¡huye!” Pues uno es el desplazamiento que el cuerpo tiene con el cuerpo al danzar, habitando incluso el rumor sonoro de entre trajes… el gruñir bruñido de las crujientes botas… la inmutable levedad de los gestos en el yeso… el chispeante chasquetear de las platas, pendiendo hacia los suelos, a contrapunto con los cascabeles… Y otro, muy otro, es el andar por ahí, sin saber al final quién es quién, y cuál gobierna sus cabales.
Sin permitir que el espanto lo atrape se retira.
Noche antes había asistido a una ceremonia de China Supay, siendo él el único varón en la casa. Siendo siete las mujeres, bellas, cada quien con su estilo por la vida, que acometieran vesperales a favor de sus abigarrados trajes: ajustando medidas, cosiendo lentejuelas, acomodando almohadillas a evitar los molestos roces que desluzcan la lozanía de sus hermosos cuerpos… Aplicando encaje a sus enaguas, sacando brillo a sus calzados. Una vez terminados esos afanes se dieron por ofrendar una MiLluCha a la PaChaMaMa, en el patio trasero, por el buen desenvolvimiento de sus cuerpos en la danza y para su buen paso por la Fiesta. Mezclando libaciones con interjecciones hasta lograr el recibimiento por la pareja cocción de la mesa en las brasas y la copiosa ascensión de los humos a los aLajjPaCha… (de madrugada la enterrarán como melaza y cenizas)
—¡Ahora pasemos!
En el interior anuncian el arribo de la cena, para lo que los fuertes brazos del cuate se encargarán del encargo. De lo posterior de una vagoneta obscura extrajo el pesado bulto, humeante, apostado en una tabla, envuelto en frazada gruesa, caliente, sin quemar… Y fue en el bendito zaguán donde empezaron sus devaneos… sus asuntos consigo mismo (al fin y al cabo estaba ya en trance de ejercer su diablitud). En el otro extremo se vio avanzando lento hacia sí mismo, vaporando el túnel con su fantasmagórica presencia, a contra luz, con traje de diablo, como con algo entre los brazos, asidos a una masa, humeante también, fundiéndose en lóbregos colores, odorantes, sin lugar a la distancia, agigantádose, móviles, inmateriales, sin certidumbre, menos certeza, de cuál de las visiones es la vera.
Más fue el reclamo de la anfitriona, apremiándolo de sus desvaríos.
En el interior, depositado el humeante envoltorio sobre la mesa extendida del comedor, las damas procedieron a la prueba de sus trajes, desvistiéndose para vestirlos, obviando con modernidad la presencia del confundido varón, acomodando cada quien los atuendos al calce de sus figuras, rematando sus rostros con las medias máscaras, resaltando la belleza de sus labios, de sus dientes, gesticulando guturales, retorciéndose encantadoras, procediendo a la desenvoltura de la encomienda, descubriendo una enorme cabeza de vaca, negra, caliente, a la que con movimientos en circunvalación, en ambos sentidos, sin estorbarse, procedieron a despellejar pellizcando sus carnes, cortándole la lengua, arrancándole los ojos, para untarlos en ají y deglutirlos lentamente, casi por completo, con el mayor de los agrados, calidez y remozo… con lo mejor de las maneras. Nuestro amigo, fingiéndose vegetariano, prefirió no interrumpir con la etiqueta de esta extraña cofradía.

¡Ahora duda! Otra razón lo invade y un quiebre fragua en él varias vicisitudes. Está como poseído y no permitirá que nadie desaloje las almas de su traje. Está de súbito o en vilo desatando la furia, o está de danzas esperando el momento de bailarse una cueca…
Es cuando de pronto, en contra corriente, se interna por la búsqueda de su visión. Sabe que su cuerpo, enmarañado de sus vestiduras sabrá conducirlo a ella… a la bella. Ahora piensa por los pies. Un extraño velo lo envuelve, deshabitándolo de la cordura, trasegándolo a esa ebriedad en la que uno se abandona, autómata, obviando los trancos que lo llevarán a la próxima estación, donde como un torbellino todo se compone o se va al carajo.
Atraviesa lo brumario.
Está ahora de ingreso por el norte de la gran Plaza de La Unión, a las 4 de la madrugada, agigantado, ausente de todos, de todas las gentes que ya ocupan el espacio a la espera del lucero de la mañana, del ChasKjhaWaRa, del planeta Venus… apoderada de los músicos. Cada ocho años este torna matutino, como ahora, y el milenario pueblo Uru, al calor de los té con té y sucumbés, es parte de esta maravillosa celebración: ¡el Alba!
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Son más de veinte las bandas de sesenta, ochenta, ciento veinte músicos apostadas en las graderías, en semicírculo, tocando cada cual sus diferentes morenadas, indiferentes al entorno, hasta lograr mágicamente esa suprema harmonía-megapolifónica-aleatoria-de Bandas.
Nuestro héroe es, al parecer, el único con traje de diablo. Su ingreso es advertido como una feliz ocurrencia… No así, al frente, al fondo, por el director de la Banda Interplanetaria Poopó de Oruro, quien en reserva de toda una grada, para el solo, a lo largo de sus músicos, con indiferente color de traje, de pies a cabeza, se desplaza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, para invertirse, convertirse y transformarse, danzando, sólo a los ojos del anonadado diablo, en sapo, lagarto, bípeda sierpe, en extraño JararanKu… sin abandonar por ello el excelente ímpetu de su interpretación y de sus extravagantes pasos…
Nuestro diablo se dirige como atraído hacia esa visión… Zigzagueante, delirante hacia ese punto, conduciéndose resuelto hacia el batracio director, para colocarse a su lado y danzar desenfrenado la morenada en cuestión… Todos vuelcan su atención hacia él, todos obran en él el poderoso brío de la danza. Todos, incluida la morena, la bella, quien altiva y resuelta se desprende de sus compañías y engalanada por una manta de vicuña, tocada por sombrero negro, se dirige hacia él… concluyendo sus brazos prendidos a los suyos, moviendo sus pies y su cuerpo al ritmo sacro, elevando en alto sus brazos para recibir el maravilloso aliento de las esferas…
Texto: Manuel Benavente
Fotos: Manuel Benavente y postproducción de luz Alcón