Wednesday 22 May 2024 | Actualizado a 23:59 PM

Berlín no es Alemania. Reconstrucción después de la herida del muro

Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa capital Berlín . Oberbaumbrücke, un puente de cuento de hadas, donde parece  acunarse el llanto de los que intentaron cruzar la vergonzosa frontera.

/ 29 de septiembre de 2013 / 04:00

Antes de los muros de Facebook existieron otras paredes que ensuciar con mensajes de libertad, amor, fraternidad pero también odio visceral, rabia contenida y fobias indisimuladas. Aún hoy, también, lamentablemente existen muros que nos recuerdan a los humanos que algunos de nuestros iguales anhelan y desean la separación del género en razas, nacionalidades, sexos, confesiones religiosas… cualquier etiqueta es buena para recordar al otro que somos distintos, a pesar de tan iguales.

Pero no vengo, ahora, a hablar de los muros de hoy. No quiero pasear Palestina aunque me paseé el alma su herida de hormigón y violencia. No deseo esquivar la sombra de revólveres y perros de presa estadounidenses en eterna salvaguarda de su ciudadanía acosada en la frontera con México. No quiero perderme esperando el final de esa empalizada que desea dividir a los hombres, ni golpear el paredón contra el que son fusiladas las mujeres, en uno y otro extremo del mundo, sólo por ser mujeres. No. Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa Berlín.

Muchos de ustedes (afortunados) no habían apenas nacido cuando caía el Muro de Berlín. Otros tantos (lamentablemente) conservamos el recuerdo de aquella noche histórica en nuestras retinas. Tiroteos de brazos desnudos, salvas de cánticos espirituales, bombardeos de esperanza y futuro surcaron el cielo berlinés la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, mientras las huestes pacíficas de la concordia despedazaban ladrillos para volver a reunirse con los suyos, confinados hasta entonces al otro lado de una ciudad que por más que quisieron dividir, siempre fue la misma.

Aquella noche, ante la anticipada noticia del fin de las separaciones, miles de habitantes de uno y otro lado de aquel Berlín escindido durante ocho años por quienes decidieron transformar los restos de una ciudad arrasada en un tablero de ajedrez sobre el que ejecutar sus juegos de guerra (fría, pero guerra al fin y al cabo), invadieron de manera espontánea las calles y utilizaron todo lo que había a mano para derrumbar aquella infamia de ladrillo y alambre de espino.

Hoy, recorrer las enredaderas como calles y las plazas como asambleas de la capital alemana, es un ejercicio más espiritual que físico, y apenas podrás encontrar durante su ejecución recuerdos de ese pasado ominoso en que fueron sepultadas tantas esperanzas y despedazados tantos abrazos fraternos.

Porque Berlín no es Alemania, ¡créanme!

Berlín puede ser cualquier lugar del mundo, pero queda lejos del concepto que el común de los mortales tenemos de esa entidad llamada Alemania. Ahora que la animadversión de gran parte de europeos crece ante el férreo gobierno económico del gigante germano, como antaño se desbordó contra la barbarie del gobierno nacionalsocialista hitleriano, no estaría de más darse un paseo por Berlín.

Porque caminar las calles de la metrópoli reconstruida de las puras cenizas tras la Segunda Guerra Mundial, logra que el sentido de la orientación geográfica quede seriamente afectado.

Varios días llevaba, un servidor, en la capital germana, y había decidido pasar un puñado de horas de los restantes, antes del regreso al hogar, departiendo con el amable camarero caribeño del restaurante Viva Cuba, situado en Prenzlauer Berg, uno de los antiguos barrios soviéticos rescatados para la modernidad por numerosos inmigrantes de los que arribaron a las costas de hormigón y acero de la recuperada capital tras la caída del muro. Obvio explicar el tipo de platos que sirven en el citado local. El caso es que despedazaba entre mis dientes y jugos gástricos un delicioso guiso de vaca frita con frijoles cuando, sin previo aviso, como los criminales y los abejorros, estampó en mi entrecejo un aguijón de vértigo e insolencia la mirada de una increíblemente bella joven hindú. Intuí que era hindú por el sari que vestía y por la profanación oscura de su mirada, desordenada por el bindi carmesí que engalanaba su frente. Vladimir, el camarero, había comenzado a canturrear un son de la época prerrevolucionaria de la isla del Caribe, tal vez por llamar la atención de la beldad que había irrumpido en el local.

Vladimir se me acercó y, evidenciando que mi campo visual ya sólo enfocaba a la joven hindú, me invitó a que la invitase a tomar asiento en mi misma mesa.

Él, prometió, prepararía un mojito cubano al que la joven no podría negarse y después… después tú ya sabes. Sonreí a Vladimir con cierta complicidad pero preferí darle campo libre y dejarle que intentase seducir él mismo a la chica. Para evitar mayores tentaciones concentré mi mirada en el platillo.

No estaba dispuesto a pasar mucho tiempo en aquel restaurante. Me esperaban en Kreuzberg para tomar un café turco al albur de los aromas de kebab que enredaban las calles del barrio en que habitan la mayoría de emigrados del antiguo imperio otomano que pretendieron construir futuro en la vieja Europa.

Despaché mi cuenta permitiendo a Vladimir que se tomara su tiempo para devolverme el cambio. Intentaba, infructuosamente, comunicarse con la joven hindú. Él aún sólo habla español, con un marcado acento caribeño, ella parece no conocer muchas letras del alfabeto germano.

Salí del local y tomé Prenzbauer Alle hasta llegar a la Karl Marx Alle, que recorrería contemplando, como siempre, arrobado, los gigantescos bloques monolíticos que conformaron una de las avenidas de mayor y más grisáceo trasiego de los tiempos de la Guerra Fría. La vía que honraba el nombre del filósofo del comunismo fue, durante años, el casi exclusivo paseo que podían permitirse los berlineses orientales sin miedo a ser requerida su documentación y su intimidad por las hoscas y lóbregas huestes de la Stasi, el servicio de inteligencia y control soviético que la URSS aposentó en la dividida capital germana durante los años de la ocupación.

Cuando la monotonía grandilocuente de los edificios me comenzó a resultar, en cierto modo, indigesta, y tras comprobar que aún quedaba tiempo para mi cita, decidí desandar mis pasos para acercarme a la Alexanderplatz, bajo la que se halla el mayor búnker que la oligarquía nazi decidiese construir, y sobre la que se erige la mayor torre de comunicaciones televisivas de todo el continente europeo. A la sombra de dicha torre pasearon antaño los ciudadanos de la Alemania Oriental, y esparcen eructos, exabruptos y chorros de cerveza quienes parecen ser los componentes de la última saga de punkies, a pesar de su aspecto Sex Pistols, decididamente socialista. Puedes imaginar, al contemplarlos, que encaminan un inevitable proceso de extinción que convulsiona entre carcajadas huecas y camaradería violenta. Porque ese grupo de avejentados jóvenes gusta de compartir sus litros de cerveza y sus porros de hierba al paseante que decida prestar atención a sus relatos de tiempos pasados.

No puedo olvidar que Berlín fue digna heredera del movimiento squatter británico, iniciado en los 90, y los jóvenes de arete y cuero gastado de Alexanderplatz parecen felices de seguir ocupando un espacio público. Por algo era, antaño, esta plaza, el mercado del buey, de cuya mirada vacuna y vacua parecen ser herederos los guiños alucinados de estos jóvenes sorprendidos por el paso del tiempo.

Bajo la Alexanderplatz, dejando de lado la estatua de Marx y Bakunin en que gustan de hacerse fotos grupos escolares, hasta desembocar en Nikolaiviertel, el barrio que, tras la derrota del ejército nazi y la consecuente destrucción masiva de su capital, decidieron las autoridades convertir en una especie de Disneyland del pasado teutón. El milimétrico entramado de calles que lo conforman se ve coloreado por la arquitectura germánica de siglos vetustos, convirtiéndose en una deliciosa diacronía en el corazón de una ciudad que se erige en laboratorio de lo más excelso de la arquitectura contemporánea. Y es en una de sus plazoletas que me acribilla el estallido sonoro de un centenar de crótalos y la marea multicolor de un millar de saris hindúes. Resulta que un buen puñado de ellos que habita Berlín, celebra estos días uno de sus festivales religiosos y mi mirada, ansiosa por encontrar de nuevo la de la joven hindú que me desbarató los sentidos en el restaurante cubano, se pierde en una explosión de cánticos monocordes que enredan la etérea sinfonía corporal de una multitud que viste de fiesta y color las calles de lo que pretendía ser salvaguarda de los más puros estilos decorativos del pasado imperial germano.

La jolgoriosa turba desemboca en la ribera este del Spree, ese río bañado en remembranzas de sangre y nervio que divide las calles de la ciudad con mayor bondad de que lo hacía aquel Muro de la infamia, y yo decido tomar el bulevar más desprovisto de cuerpos humanos que localizo. Una calle que acompaña el curso del río y me llevará, sin remedio, hasta el Oberbaumbrücke, un puente como sacado de un cuento de hadas pero entre cuyas dos almenas parece aún acunarse el llanto de todos los que intentaron cruzar de un lado a otro de la vergonzosa frontera que separó, durante tantos años, los dos berlines, el este del oeste, el sueño de la realidad, la férrea opresión de la supuesta libertad.

Hoy día, el puente sirve de bucólico paseo y punto panorámico a no pocos turistas que se retratan con la falsa sonrisa del paseante despreocupado reflejando las aguas calmas del Spree.

Al otro lado, cruzando el puente, puedo internarme al fin en Kreuzberg, el actual barrio turco. Pero antes decido tomar Mühlenstrasse. En esta calle se conserva uno de los fragmentos de lo que fuese el Muro de Berlín. Fue en este largo segmento de piedra desvencijada donde el artista alemán Bodo Sperling logró permiso para evitar la definitiva demolición y transformar la pared de la vergüenza en lo que hasta hoy se conoce como East Side Gallery. En este museo abierto al humo de los vehículos y la mirada recelosa de los ciudadanos, más de un centenar de artistas de reconocido prestigio internacional dedicaron horas y esfuerzos a realizar murales que conmemorasen la libertad que quedó instaurada aquella noche de 1989 en que el muro, definitivamente, cayó. Paseando no logro alcanzar la concentración necesaria para admirar el supuesto genio de aquellos artistas, tal es el maremágnum de voces que enreda los alrededores profiriendo exclamaciones en lenguas tan dispares como el inglés, el japonés, el urdu o el árabe. Hoy es, la East Side Gallery, más un corredor atiborrado de decoraciones turísticas que un muestrario de arte moderno.

El intrincado babel de expresiones que profieren los turistas que hasta aquí se acercan para recolectar instantáneas con sus artilugios cibernéticos logra desorientarme, y he de cruzar el siguiente puente que me acerque hasta el barrio de Kreuzberg y, al fin, a la persona con que me he citado en un sucio cuchitril que sirve kebab caliente y calinosa Fanta naranja. Ignoro el nombre de esta nueva pasarela que reconduce mis pasos para salvar la corriente del Spree, pero no puedo evitar, de nuevo, sentir un torbellino de sentimientos encontrados al contemplar a los muchos ciudadanos que descansan sus horas de relax en las sillas situadas a orilla del río, en esa playa improvisada con que las autoridades han querido regalar a sus gobernados. Alguien me dijo que trajeron arena desde costas griegas, para mejorar la ilusión de vacaciones ribereñas a los falsos bañistas.

Una vez en el corazón del barrio turco siento la tentación de tomar el tranvía que me acerque hasta Neukölln, aquel suburbio que, en los años 70, albergó los infiernos interiores de no pocos ejecutores de lo que serían los ritmos musicales de toda una década. Por sus calles paseó su necesidad de cocaína un demacrado pero aún iluminado David Bowie, en compañía de un atolondrado pero certero Iggy Pop. El ambiente de sus tugurios incendiados de humo y ritmo propiciaría que aquellos dos genios de la música popular pariesen sendos álbumes que pasarían a la historia como inimitables contenedores de himnos juveniles que, los que ya tomamos la recta de la mediana edad, aún podemos recordar en noches de melancolía y alcohol.

Pero a la sombra de unos tilos distintos de los de Unter den Linden, la refinada y anacrónica avenida por la que gustaban de pasear sus caballos imperiales los alemanes de antes de la guerra, me espera una joven de labios golosos y sonrisa crepitante que nada tiene que envidiar a la hindú con que Vladimir pretendía emparentarme horas antes.

Allí está ella, en el interior de cochambre y aroma del Berliner Döner, esperando mi llegada para hacer el mandado al solícito camarero de mostachos chamuscados por el fragor de la leña sobre la que giran las carnes de pollo y cordero. Pedimos dos platos de kebab. De cordero, por supuesto. Al fin y al cabo me encuentro en compañía de una marroquí descendiente de beréberes que, desde que abandonó su tierra natal, no había olvidado el Aid el Kbir, la fiesta del cordero en que los musulmanes conmemoran el sacrificio de Ismael a manos de su padre… sacrificio desbaratado por un dios iracundo que otorgó al anciano profeta la oportunidad de sustituir a su hijo por un cordero recental. Las calles aledañas se ven desordenadas por un festival de pañuelos que marchitan las suaves facciones de numerosas mujeres musulmanas, y el dueño del local decide festejar nuestros besos invitándonos a una nueva remesa de Fanta naranja. Ignora que yo, lo lamento, hubiese preferido un buen vaso de vino Riesling, delicadamente fermentado a orillas del Rhin, en Alemania… pero… ¿acaso no estamos ya en Alemania? Tal vez, pueda ser, si nos atenemos a los límites políticos que las fronteras imponen.

Pero ella me sugiere apurarnos para que podamos acercarnos hasta el centro cultural Tacheless, en el Mitte, el antiguo barrio judío. Lo que hubiese sido sede la Organización del partido nazi antes de la gran guerra y había quedado destripado por los bombardeos aliados que pusieron fin a la misma, dio cobijo, durante años, entre sus muros ruinosos, a un amplio catálogo de artistas del desamparo y la radicalidad venidos de todos los puntos imaginables de una Europa que amenazaba, más aún que el edificio, con su definitivo derrumbe. Albergue de inofensivos alcohólicos, filántropos desfasados y okupas de sí mismos; guarida de músicos desquiciados, creadores plásticos y grafiteros posmodernos; madriguera de escultores, drogadictos y visionarios. El Tacheless ha  funcionado durante décadas como epicentro de la vanguardia berlinesa y, por qué no, mundial. Pero ha decidido cerrar sus puertas. Y lo hace con un concierto, que se promete multitudinario, de un célebre cantante egipcio al que acompañarán un grupo de percusionistas senegaleses.

Ella tiene razón, he de dar por finalizado mi vaso de refresco naranja y apurarme para entrar en el Tacheless por la puerta grande, la del bar Zapata, en que tomaré varios chupitos de tequila antes de penetrar la herida fresca de una multitud hambrienta de libertad, dentro de esta festiva llaga a medio cicatrizar que es el Berlín actual. Una ciudad que albergó un muro como una bofetada de espanto en que no pocos adalides de la libertad decidieron plasmar sus artísticas creaciones.

Hoy que ya no quedan muros en las cercanías, aquí, en el Tacheless, la gente dispara sus cámaras fotográficas para, acto seguido, colocar tales instantáneas en ese otro muro que hemos decidido crear, ladrillo a ladrillo, tantos humanos. Espero que no se equivoque la Historia y evitemos transformar el muro de Facebook en una trinchera de ladrillos pixelados bajo la que esconder nuestros miedos e inseguridades. Porque Facebook no es el mundo, al igual que Berlín no es Alemania. Berlín es muchas ciudades y cualquier visitante puede elegir aquella en que más a gusto se encuentre. Porque cualquiera de estas urbes puede pertenecer a cualquier nación mundial, siempre que no sea ésta Alemania.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

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Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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