Chau ‘Javier’
Imagen: Ricardo Bajo Herreras
‘Maternidad sublime”, una obra de María Hayde Aguilar Fuentes.
Imagen: Ricardo Bajo Herreras
Un paseo por la muestra bianual ‘Creadoras: mujeres artistas en Bolivia’, inaugurada esta semana en el Museo Nacional de Arte.
El dato me deja tonto: de los nueve mil bienes culturales que alberga la colección del Museo Nacional de Arte (MNA) solo 102 (ha leído usted bien: solo ciento dos) pertenecen a mujeres artistas. En los años ochenta y noventa las “Guerrilla Girls” —con sus famosas máscaras de simios— se cansaron de denunciar la invisibilización de las mujeres en el arte. En 1989 colocaron una valla publicitaria gigante delante del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que decía: “¿Tienen las mujeres que estar desnudas para entrar en el Met? Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son mujeres pero un 85% de los desnudos son femeninos”.
La nueva muestra bianual/permanente del MNA se llama Creadoras: mujeres artistas en Bolivia. Ocupa diez salas del museo y alberga la obra de 104 mujeres (y un hombre). Las trabajadoras del “Emeneá” llevan días saludando a Javier cuando entran. “Hola, Javier”. Javier es un hombre que mira a una mujer, a la silueta de una mujer. Desde una ventana indiscreta, tal vez. Es un cuadro de Patricia Mariaca con el mismo nombre/hombre, fechado en 1985. Justo cuando las “Guerrilla Girls” hablaban de las “ventajas” de ser mujer artista: trabajar sin la presión del “éxito”; tener la oportunidad de escoger entre tu carrera y la maternidad; ver tus ideas reflejadas en el trabajo de otros; estar segura de que cualquier tipo de arte que hagas será catalogado como “femenino”; ser incluida/rescatada en versiones revisadas de la Historia del Arte… Miro y remiro a Javier. No deja de ser obscena su mirada, una mirada que erotiza/sexualiza la silueta femenina que se mueve en curva, a lo lejos.
Javier está en el “hall” pero no es el cuadro que da la bienvenida a la exposición bianual que llega para sustituir a Miradas indígena originaria campesinas (una muestra fallida). Maternidad sublime de María Hayde Aguilar Fuentes escupe color rojo; rojo vida, rojo muerte. Es el rojo de la sangre, la sangre del parto. “Es el inicio de la muestra, el nacimiento”, me dice una de las curadora, Jacqueline Rojas Heredia.
Junto al rojo pasión está plantado un toborochi/mujer. Sus ramas se pierden por las salas, sus raíces tocan nuestros pies. Son cordones umbilicales, venas abiertas. Es una instalación de Erlini Tola Medina (artista de Teoponte) que firma como “Erlini Chové”. La muestra Creadoras propone un diálogo entre las obras de la colección del Museo y el trabajo actual de las mujeres bajo cuatro ejes: madre/tierra, derechos, las pioneras y un tributo a tres gigantes (Adela Zamudio, Josefina Reynolds y Rosenda Caballero, más conocida como Gloria Serrano). Nota mental: algún día dejaremos de decir “la mujer de”. Serrano (no) es la mujer de David Crespo Gastelú. Y Danielle Cailet (no) es la mujer de Antonio Eguino Arteaga. Algún día.
Pachamama de Inés Córdova y Gil Imaná (el único hombre presente) ocupa casi todo el ancho de la primera sala. No es la única obra de Inés, en otra habitación cuelga uno de sus “collage” de metal y madera. Son sus Huellas del recuerdo (1999). Miro y camino Pachamama (un hermoso mural cerámico) y me viene a la cabeza una vieja idea: de la pareja (“chachawarmi”), la parte más talentosa era ella. Sin embargo a menudo escuchamos este orden: Gil Imaná e Inés Córdova. Otra “ventaja” de ser mujer y artista, diciendo.
En la sala/eje de la madre y la tierra, entre otros, hay un pecho de Roxana Usnayo Quelca junto a una Ofrenda de Ángela Murguía Fernández (dos de las 41 artistas que atendieron la convocatoria para dialogar con sus pares); un paisaje abstracto de María Luisa Pacheco (Aranjuez de 1980); unos Sullus (de Agnes, así sin apellidos porque Agnes solo hay una); y una Metamorfosis mortal de Ligia Siles, en pastel seco.
En el medio, las raíces han parido un Bosque (cerámica esmaltada en relieves y concreto) de Raquel Schwartz. Todas las obras llevan un QR donde se puede saber más de los bienes culturales y sus hacedoras.
Los textiles prehispánicos y los Jiwasanaka de Sandra de Berduccy abrigan. Una Madre aymara (de Mamani Ventura) me mira fijamente. No es una fotografía, aunque de lejos lo parezca. Aunque hay obra de fotógrafas en la muestra como la de Lesly Moyano y su (no) familia tradicional. Es un cuadro hiperrealista de la más capa, Rosmery. Arrugas, son arrugas sabias. Y una mirada que resiste.
El diálogo entre las “consagradas” y las “noveles” es un juego de ida y de vuelta, de trenzas que unen, de hilos que juntan. Fabiola Gutiérrez Gutiérrez al lado de Cecilia Wilde; Sharon Rosario Pérez Sillerico junto a Noemí Abigail Mamani García. Su escultura en resina Manipulada proyecta una sombra tenebrosa, como película alemana expresionista.
Hay arte digital/bordado de María Rilda Paco Alvarado (1893). Hay grabado verde/instalación de Lulhy Adriana Cardozo Velásquez (Gráfica de un crimen sacro). Se respira un aire anticlerical y parece que caminamos por los pasillos de un confesionario. Ellos son los que arderán en la hoguera. Y eso que no hemos llegado aún a la sala de las cuatro mujeres alteñas, al proyecto Las Hijas de Altu Pata.
Ellas son: Reyna Mamani Mita, Elvira Janeth Quispe Guzmán, Carla Pamela Casa Guarabia y Lenia Esmirna Orellana Gómez. Estamos hace rato en la sala de los derechos. Nos ha dado la bienvenida Nosotras estamos aquí de Mónica Dávalos Lara. La instalación de las cuatro hijas alteñas habla de madres y abuelas. Y de la historia de Inés Segundina, migrante, vendedora de hierbas medicinales. ¿De qué sirve tanto título académico para tocar el cielo si olvidamos la tierra de donde venimos? Las piedras, abuelas son; las madres, adobe son. Y ellas, las hijas, ladrillo, modernidad recubierta de concreto.
Es una instalación (con el telar como eje) que ocupa una sala, que preocupa un mundo. Todo ha vuelto a ser rojo, como en el principio. Es arte callejero; pintadas, “graffitis”, fotos, pañuelos dibujados. “Luchamos por vivir, que no nos maten por luchar”. Sobre la puerta de entrada a este infierno, una tela negra con letras blancas: “Justicia patriarcal, me cago en tu moral”. Las hijas de “Altu Pata” no toman rehenes (hay un cartel que reza así: “Milicos asesinos traidores”).
En un costadito de la instalación leo este mensaje que ni las “Guerrilla Girls” alcanzaron a imaginar/sublevar: “Las mujeres trabajadoras no tienen tiempo de venir a los museos porque están sobreviviendo al capitalismo”. Deberíamos hacer una “vaquita” para pagar una valla publicitaria con ese lema anticlasista. ¿No somos siempre los mismos y mismas los que paseamos los museos? ¿quién prepara la comida mientras nos deleitamos con arte y nos mandamos la parte? ¿quién limpia los baños del MNA?
Doña Elisa Rocha de Ballivián espera en la sala de los desesperos. Estoy delante de La Señora Esslinder, retrato/óleo sobre placa de vidrio opalino. Por fin, te conozco. Décadas y décadas en los sótanos, sin ver la luz. La opalina también era utilizada a finales del siglo XIX y principios del XX por Adela Zamudio. De doña Adela, vamos a hablar más adelante.
El cuadro de Rocha de Ballivián es considerado la primera obra firmada por una artista académica. Pionera entre las precursoras. La mujer que se puso delante de generales, presidentes y mariscales. Y les mandó a callar, para pintarlos. Doña Elisa fue también maestra de otras pintoras que también mandaron a callar antes de ser silenciadas. La Señora Esslinder (1897) charla frontalmente con Coloquio (1975). La abuela dialoga con la nieta, miles de años después. Elisa es un misterio, tan grande o más que Cecilio.
—Si tuviese que elegir entre tres artistas mujeres que han sido olímpica e injustamente olvidadas, ¿cuáles me diría, Jacqueline? —No es una pregunta fácil. Son muchas. Pero iría con Olga Campero, Beatriz Mendieta (podemos ver su Protesta ecológica) y Alicia Bustamante.
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¿Quién diablos era Olga Campero?, pregunto delante de su Mujer desnuda. El óleo no tiene fecha, tan solo leo “Siglo XX” (luego averiguo que es de los 60, cuando expuso en la Galería Municipal de La Paz). Olga Campero Álvarez, chuquisaqueña. Olga pinta desnudos femeninos y rosas. Los desnudos escandalizan a la “culta” Charcas. Olga ha comenzado a pintar después de enfermar. Entonces sana. Y porque sana y pinta, pinta y sana, la hemos olvidado. Dicen que murió en 1975. Dicen que esa mujer desnuda es su hermana. Ella mira hacia abajo con los senos al aire, libre, junto a una escalera que no sabemos ni de donde viene ni hacia donde va. La visión de La Muela del Diablo de Olga es como si Van Gogh hubiese nacido mujer.
Alicia Bustamante es otra desconocida gigante. En Bolivia. Peruana de Lima, de izquierdas, cuatacha de Arguedas y Mariátegui La Chira. Militante de “Socorro Rojo”, grupo de asistencia a presos políticos. ¿Ahora entienden porque se ha vuelto invisible? Porque estudió para algo más que para servir al marido y al patrón. Impulsora del arte popular y de la cerámica indígena del hermano Perú, fundadora de la mítica Peña Pancho Fierro. Donó parte de su colección de arte a Cuba en 1972 como homenaje a la Revolución Cubana. Su paisaje Kalamarka me dice que caminó el altiplano del lado boliviano, que bajó hasta La Paz, que charló con David Crespo Gastelú. Y muchas otras cosas borradas de la historia. ¿Cómo llegó Kalamarka hasta el MNA? Creadoras es una exposición de misterios, de secretos por desvelar, de enigmas ocultos.
Norah Beltrán Camacho también está escondida detrás de una esquina. Es raro pues Norah dirigió el MNA hace 40 años. Ella sabe mucho de “genios” y musas. Sus famosas Madrinas (1970) siguen malhumoradas. Me miran de reojo. Con mueca de desprecio. Han llegado hasta la esquina de la plaza Murillo para hacernos el favor. ¿Es una crítica a la sobradora burguesía paceña? Es uno de los afiches de la muestra.
La sala de las mexicanas, las argentinas y las brasileñas parece una brigada de partisanas internacionalistas. Una columna del sur. Pondrían llamarse “Columna Frida Khalo”. Dispuestas a no aguantar a ningún otro cabrón. Las “brasileiras” se llaman Tereza Nicolao, Lygia Pimentel Lins, Edith Behring y Fauga Ostrower.
En una urna de cristal hay una obra/reproducción en bronce de Leonora Carrington. Es la rareza de la muestra. Es Sculpture/vulture (Escultura/Buitre) de la inglesa/mexicana. Mitad león, mitad águila, mitad buitre, mitad perro. Es un “cozcacuauhtli”, figura sagrada de muerte y sacrificios. Otra vez volvemos al principio.
¿Quién se acuerda hoy de los “collages” con cartones de Yolanda Aguirre? ¿Y de Julia Meneses? ¿Y de la también paceña María Teresa Berríos, la que pintaba trajes de luces sin torero? Su cuadro Las beatas (1969) traen a tres señoras de mala cara, enojadas consigo mismas. Se parecen a las madrinas de Norah. Son trazos en blanco, no soportan el color. Han caido por casualidad en una exposición de mujeres valientes que pintan a curas cobardes. La “Tere” Berríos nos manda mensajes encriptados desde dios sabe donde.
La hora azul (2006) de Silvia Peñaloza Rocha marca la salida. Urdimbre para la trama (1996) de Guiomar Mesa ha unido todo para bien. Son dos mujeres, cuerdas/hilos, rupturas/nexos. Ha caído la noche. Me hace frío mirando los Glaciales verticales de María Luisa Pacheco. La Illa de Francine Secretan es enorme, es el poder de lo inmenso. Atrás queda Marina (así sin apellidos porque Marina solo hay una). Volteo y veo una escultura de Carolina Sanjinés. Es una mujer de bronce. Tiene pájaros en la cabeza. ¿Acaso es la única?
En la última sala (inmersiva) entramos al mundo de las tres homenajeadas. De Adela (así sin apellidos porque Adela solo hay una) apenas se conocen cuadros. La familia (los hombres de la familia) no dejan (casi) sacar fotografías de sus cuadros. Con Josefina Reynolds, un cuarto de lo mismo. No voy a contar la historia loca que rodea a Josefina. Tendrás que ir al MNA.
De Rosenda Caballero sabemos que primero firmó como “Gabriel Serrano” para luego quedarse como Gloria. Es otra mujer que durante demasiado tiempo fue “la mujer de”. De ella nos acordaremos siempre de una de sus oraciones: “los pinceles deben usarse para defender a los oprimidos”. En el pasillo, Valeria Torrico ha musicalizado dos textos de su tatarabuela Adela. Me pongo los audífonos. Y escucho. “Se ha borrado en el seno del olvido / la huella de tus íntimos pesares”. Es el poema A un suicida.
Me olvido de muchos nombres olvidados de mujer. Me olvido de Adda, de Alexandra, de Aurora, de Claribel, de Escarlet, de Isabel, de Judith, de Paula, de Natalia, de Noemí, de Mónica, de Natalia, de Rocío, de Marrenka (qué lindo nombre), de Valeria y de Wara. Y de Ejti, de Graciela, de Guiomar, de Gilka, de Daniela, de Mirtha. Y de Valia. Y así hasta 104 que son millones. Cuando salgo por la puerta, me despido y me olvido también de él. Chau Javier.
(El Museo Nacional de Arte abre de lunes a viernes de 9.00 a 19.00 y los sábados de 10.00 a 18.00)
Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras