El que enciende tu televisor
Freddy Vargas, técnico electrónico desde los 19 años, piensa que no lo jubilará la edad, sino la tecnología.
En el taller de Freddy Vargas, de 53 años, hay algunas televisiones a medio desmontar que se ven como una panza abierta. Hay decenas de cables que cuelgan de una pared como si fueran culebras. Hay por lo menos media docena de rollos de cinta adhesiva de diferente grosor dispuestos a sellar lo que haga falta. Hay varios tester —tanto analógicos como digitales— que emplea para medir el voltaje de los electrodomésticos descompuestos que esperan aún un diagnóstico correcto. Hay teléfonos que pasaron a la unidad de cuidados intensivos. Hay parlantes que necesitan una cura de emergencia. Hay radios que se encuentran en proceso de rehabilitación. Y también hay una pantalla plana desahuciada que no ha sacado todavía de su “laboratorio” (así bautizó al espacio que ocupa en estos momentos) porque seguramente considera que su peso es exagerado.
Freddy, que viste una camisa guinda, un chaleco grisáceo y unos jeans holgados, tiene manos grandes como mazas, el pelo negro y brilloso, un tono enfático cuando conversa y es técnico electrónico. Lleva en el oficio desde los 19 años. Está instalado en un cubículo estrecho en el que apenas caben dos o tres personas al mismo tiempo. Recuerda que lo primero que reparó fue un televisor de lámparas —de los antiguos, de esos que tenían en su interior un sistema de tubo de rayos catódicos para generar la imagen—. Y piensa que no lo jubilará la edad, sino la tecnología. “Las piezas para reparar los nuevos aparatos son muy caras y, por tanto, más difíciles de reemplazar cuando algo falla”, se queja. Según él, vivimos inmersos en la cultura de lo desechable; los componentes que se producen son menos fiables que antes; a menudo, los artefactos se estropean en menos de tres años; y mucha gente, en lugar de arreglarlos, los cambia.
La buena noticia es que aún llegan los clientes —ahora justo hay uno que pide rebaja—. La mala, que Freddy estima que en menos de una década dejarán de buscarlo.
Los cinco verbos omnipresentes en el ambiente claustrofóbico del técnico son: abrir, revisar, recomponer, soldar y cerrar. Las herramientas que más usa son tenazas y destornilladores. Asegura que aquí no hay cómo aburrirse, que siempre tiene algo que hacer. Trabaja a veces de pie porque estar sentado todo el día también cansa. Y desde hace una década lo acompaña una tele con niebla que hace que las jornadas sean más placenteras. “Aunque mirarla, la verdad, no la miro mucho, más la escucho”, me cuenta.
Repuestos apilados
Según las Naciones Unidas, el mayor basurero electrónico del planeta es chino: una pequeña ciudad de 150.000 habitantes llamada Guiyu que se ha convertido en una suerte de cementerio para computadoras que ya caducaron, teclados descuartizados, celulares enormes y cientos de artículos similares, que quedaron obsoletos y que solo son aptos para el desguace. Uno de los problemas de los tiempos modernos es que los dispositivos caseros terminan pronto en el vertedero, en cuanto sufren el primer achaque serio. En Bolivia, sin embargo, muchos suelen acabar en el local que alquila Freddy. A menudo, porque sus dueños los dejaron para un chequeo rutinario y nunca regresaron por ellos.
En su taller, los hay a puñados —calentadores de agua, fuentes de alimentación, y aspiradoras, por ejemplo—. Y son tantos los que se han acumulado poco a poco que a veces amenazan con sepultarlo. “Yo ya ni siquiera hago el esfuerzo de buscar cuando no aparece algo”, confiesa sin remordimientos. Cuando alguien demora mucho en recoger su encargo, Freddy le obliga a husmear en el revoltijo de trastos hasta que lo encuentra.
En su casa, el técnico —el hombre capaz de encender de nuevo tu televisor cuando se arruina y de hacer que tu estufa funcione durante el invierno— guarda alrededor de 500 artilugios de todo tamaño porque nadie los reclamó después de que los resucitara. Se trata de valiosos desperdicios, al menos para cualquiera dedicado al rubro, de cacharros llenos de plástico y de cobre que fueron capaces de sorprendernos en otra época, pero que se han apoderado de demasiado sitio. “Por eso, cada vez que tengo un rato libre, normalmente los sábados o domingos, boto algo. No me queda de otra”, dice.
Freddy, que devolvió hace unos minutos una consola de videojuegos a una madre desesperada por contentar a su hijo, me muestra ahora algunos de los repuestos que ha adquirido al por mayor últimamente. Los almacena en tarros bien etiquetados y, de lejos y así como los ha colocado, perfectamente apilados, parecen frascos de supermercado. Según el técnico, gracias a ellos, podrá defenderse en el negocio por lo menos un par de años. Algunos probablemente hace mucho que dejaron de fabricarse.