Francine Secretan, un soplo de alma antigua
Imagen: Ricardo Bajo
Imagen: Ricardo Bajo
La artista suizo-boliviana tiene más de 15 premios internacionales y sus esculturas se pueden apreciar en lugares como Finlandia, Japón, Londres o México
Francine Secretan Berthoud se va de casa con quince años. Es una chica suiza nacida en Neuchâtel y su sueño es viajar por Sudamérica. Es una hija de Mayo del 68. Mientras espera su destino, estudia dos años en la Escuela de Bellas Artes de Ginebra (1970) y perfecciona dibujo un año en la Kunst Gewerbe Schule de Basilea. En esta última escuela conoce en 1971 a los hermanos Carrasco, Jorge y Ted, sobrinos de Marina Núñez del Prado y hermanos de otro artista, Atilio Carrasco. El amor surge a primera vista pero Ted se marcha a vivir a Francia, a un pueblito llamado Issoudun. Hasta ahí va a llegar Francine en busca de su anhelo boliviano, de sus montañas. Después, llega otra pasión compartida, amén de la escultura: la meditación trascendental, basada en la iluminación espiritual. La hija que van a tener Francine y Ted se va a llamar Naraya, que significa eso, “Iluminación”.
La pareja viaja a principios de los 70 a Huelva, Andalucía, para pasar un taller con Maharishi Mahesh Yogi, el gurú indio de los Beatles. Hasta el día de hoy, Francine practica esta técnica, media hora por la mañana y otra media hora por la tarde. “La meditación te permite desarrollar estados de conciencia superior, usamos solo el 10% de nuestro potencial, con la técnica de vuelo puedes trascender el pensamiento y reducir el estrés de tu sistema nervioso para vivir en un mundo espiritual de paz. Mi obra artística ha sido nomás un espontáneo fluir de esa inteligencia creativa alcanzada con la meditación”.
Después de hacer una exposición conjunta, la pareja viaja a Bolivia en los últimos días de 1973. Por fin, voy a conocer Sudamérica, piensa Francine. “Para mí era un sueño cumplido, una aventura, algo fantástico, todo me sorprendía, queríamos pacificar Bolivia con la meditación, no sabía hablar el idioma, apenas alcanzaba a decir una frase de un manual francés para aprender castellano”. Esa frase era “Alberto va a París”. Luego aprendió otra: Francine viene a La Paz. Ahora, medio siglo después, el castellano de Secretan está atravesado/cruzado por la dicción y los dejos del aymara, del habla boliviano.
Ted y Francine se instalan en una casa de Cota Cota en La Paz que será su hogar hasta finales de siglo cuando se separan en 1999. Ted regresa a Francia para vivir en Toulouse —hasta el día de hoy con sus 88 años— y la joven suiza que quería conocer el mundo pone tierra de por medio y se larga a Sidney. No lo hace sola, lo hace con cien de sus esculturas metidas en un “container” que cruza los mares. La experiencia australiana va a durar poco, apenas ocho meses en dos periodos interrumpidos de cuatro. Las maravillas que le ha contado su amigo suizo Alan no son tales. La galería donde se colocan sus esculturas —con el rimbombante nombre de “Soho Gallery”— no vende nada y una exposición en Camberra tampoco da los frutos esperados. Es hora de sentir el imán sudamericano, otra vez. Francine retornará a Australia en 2018 para traer de vuelta esas esculturas a Bolivia, casi 20 años después.
Secretan vuelve a la casa de Cota Cota que con los años quedará para su segundo hijo, Amaru. En 2012 encuentra lo que buscaba, un terreno frente al Illimani, pintado estos días de febrero de nieve hasta las cejas. Francine es ahora “la gringa” de Achocalla. Junto a su casa en la comunidad Carcanavi vive también la escultora Teresa Camacho, quien ha construido un centro cultural/artesanal cuya sede es una réplica exacta de las iglesias chiquitanas del oriente boliviano. En este lugar apartado del mundo —a 20 minutos en coche de la calle 8 de Calacoto—, Francine trabaja una nueva escultura, de cuyas características no se puede decir nada, por el momento. Apenas un apunte: es su regreso a la grandiosidad de los espacios, a los proyectos que invaden el silencio, que regalan sentidos diferentes, que recuperan ritos.
En la familia de Secretan no hay antecedentes artísticos; su padre, Jean Pierre, era médico y su madre, Claudine, murió demasiado pronto. “Tuve una profesora, se llamaba Edmée Montando, viajamos a Atenas cuando tenía trece años, fuimos por todos los museos en grupos de tres chicas, yo dibujaba todo el rato, admirada por las esculturas helénicas”. Francine no sabía todavía que muchos años después, en 1993, una escultura trabajada por ella iba a lograr un premio internacional en Argentina (en la III Trienal de Resistencia). No sabía que dos años después, en 1995, iba a ganar el Premio a la Excelencia en la Segunda Bienal de Fujisankei y que la obra viajaría hasta el Japón.
Esa escultura que partió tan lejos, no si antes ser ch’allada en la apacheta, camino a Yungas, de La Cumbre, se llama Espacio ritual. Mide ocho metros de alto por seis y tiene planchas de acero pintadas de un rojo intenso en forma de cruz cuadrada; es la “chakana”, es la puerta, es el puente. “Es la obra de la cual estoy más orgullosa, le tengo un cariño muy grande. La meditación y la escultura me han salvado la vida, no podría haber vivido sin hacer esculturas, sin meditar. Esos premios, en 1997 gané otro en Lima en el II Festival de Arte Actual, y esa venta japonesa me dijeron a mí misma que yo valía, que lo que estaba haciendo servía, más allá de la sombra de Ted que tenía un estilo escultórico más figurativo”. La pareja se separa pocos años después de que aquellos reconocimientos artísticos internacionales impulsaran su carrera, consolidaran una manera particular de hacer arte, muy cerca de las cosmovisiones andinas con un lenguaje propio e intransferible.
Francine tiene dos prótesis, una en la cadera y otra en la rodilla. Por eso, ahora pinta más que trabaja la escultura. Ha dejado atrás los materiales de sus inicios en los años 70, el poliéster, el yeso y la madera querida con los que ganó sus primeros galardones en Bolivia: Orco—premio en el Salón de la Universidad Técnica de Oruro— en 1974 y Deidad de la montaña—premio en el Salón Pedro Domingo Murillo de La Paz— en 1977. En 1981, la historiadora del arte Teresa Gisbert, tras una muestra de Francine en la mítica galería Emusa, escribe esto en la revista Semana del periódico Última Hora: “Sus obras en metal, madera y ónix nos muestran algo que recuerda las entrañas vivas. Secretan se vale de una estética que se acerca a las expresiones más logradas de los llamados pueblos sin historia. Su ofrenda a la Pachamama con el pago al pie tiene una forma floral y animal que emerge, como un fruto expandido, a diferencia de las otras composiciones que se concreciona sobre sí mismas. Son el sístole y el diástole de un mismo ciclo vital”.
El historiador de arte Pedro Querejazu dice años después: “Su arte, intérprete de la realidad y la mitología andinas, realizado en piedra, bronce, especialmente maderas, textiles mestizos, arte plumario, o combinando todos ellos, es ya una expresión del arte boliviano actual, y su empeño y búsqueda constantes la han convertido en una presencia insoslayable que desde hace tiempo se manifiesta en crescendo. Su expresión formal es totémica, en la medida en que los tótems son símbolos sintéticos y sincréticos de las creencias de determinadas comunidades. Su arte tiene una estética bronca y dura, expresión de lo primigenio, vital y pujante, acaso expresión también de esa naturaleza destrozada por la mano del hombre inconsciente que destruye su ambiente, en vez de entrar en equilibrada armonía con él”.
La conexión espiritual con lo sagrado —con la Madre Tierra— se traduce en su Waca para los vientos (una cruz con piedra al centro y flechas en toda dirección) y en sus “illas” para dialogar con el mundo y la naturaleza, para conectarse con el cosmos y rendir ofrenda del Sol a la Luna, del cóndor a todos los cerros y sus cielos. Francine cree en la función del arte como poder ancestral/ritual: “En todas las grandes civilizaciones, el arte era uno de los rituales más profundos, un instrumento que podía establecer un lazo, un nexo entre el cielo y la tierra. El arte era como esos guerreros que atraviesan cualquier perturbación. El arte era un medio para liberar la floración de las fuerzas luminosas, ocultas en la materia. Por eso, siempre he querido que mis esculturas sean ofrendas”.
Secretan descubre en la evolución de su carrera/obra el poder de las formas: “Trato de no representar lo visible, la forma puede despertar emociones que están latentes en alguna parte de la conciencia a un nivel muy sutil. Mi trabajo ha pasado de lo sensual hacia las formas que recogen el sentimiento de lo sagrado, estas son resultado de un estudio profundo, de una convivencia con un mundo lleno de leyendas, tradiciones, mitos”. Es la mano dura —que reflejara Querejazu— y la mano blanda.
A comienzos de este siglo, Francine incursiona en la instalación, en el arte contemporáneo. En una obra exhibida en el Museo Nacional de Arte en 2003, llamada Guardianes de la memoria, cinco esculturas rodean una piedra ovalada. “Es la recuperación de la memoria, de la espiritualidad de las culturas ancestrales. Restablezco el cordón umbilical de mi memoria con la memoria en mayúsculas; y así abandono las praderas de lo superficial”.
Mientras llega esa última gran escultura, Francine ha presentado a finales del año pasado sus pinturas en una “expo” en la Manzana Uno de Santa Cruz. Lleva más de 30 muestras internacionales/personales en países como Bélgica, Inglaterra, Suiza, Holanda, Francia y Australia. Son cuadros que retratan el mismo mundo interior/ancestral que sus esculturas. ¿A qué se parecen? Ella cree que al alemán fallecido en Suiza, Julius Bissier, un artista misterioso, solitario y místico cuya obra conoció cuando tenía 20 años. Es cierto: en los cuadros de Bissier y de Secretan hay color pero también sutileza; hay magia pero también un romanticismo que se resiste a morir; hay pasión enamorada por las culturas ancestrales (Bissier, por las orientales; Secretan, por las andinas); hay pureza, sensibilidad y espiritualidad. Francine Secretan Berthoud no es de acá ni tampoco de allá. Es un soplo de alma, de alma antigua, rodeada por sus montañas, las de aquí, las de allí.
Quiero ver mis esculturas, testigos de tantas masacres en los jardines milenarios, arrodillarse ante los rituales ancestrales, susurrar el lenguaje sagrado y honrar los grandes yatiris dueños impenetrables de los secretos de la creación. Quiero ver mis esculturas descansar en los paisajes misteriosos donde el viento, la lluvia y el sol son moradores conocidos de los hombres indomables. Quiero ver mis esculturas abandonar el silencio, erguirse como guardianes sabios llenos de magia, arrojando gritos para proteger el inmenso verde azul de los bosques infinitos de nuestra América (Pensamiento de Francine Secretan)