Marina, ese anhelo infinito de regreso
Imagen: Ricardo Bajo Herreras
Imagen: Ricardo Bajo Herreras
Una visita a la hoy cerrada Casa Museo Marina Núñez del Prado en Lima
La Casa Museo Marina Núñez del Prado en Lima está en el coqueto y tradicional barrio de San Isidro. Camino por la calle Choquehuanca, dirección a El Olivar, antigua hacienda de Limatambo. Por los cables de luz veo ardillas corriendo a toda velocidad. Cuando llego al bosque me topo con un viejo olivo. Fue plantado por Fray Martín de Porres, el santo limeño, en 1643. Tiene siete metros de tronco y 387 años de edad. No somos nada.
Los vecinos más veteranos del barrio sacan sus sillas y pasan la tarde sobre el verde. También llegan algunas parejas de recién casados a tomarse fotos para el recuerdo (o para el olvido). Hay arbustos de moras, paneles de abeja y olivas sobre el césped. Dicen que la gente las recoge y hace aceite. En medio de este oasis, llego a la esquina de Ántero Aspíllaga y Hermilio Hernández. La Casa Museo de doña Marina Núñez del Prado y Viscarra está cerrada. Todo mi gozo, en un pozo.
El letrero de la Municipalidad de San Isidro dice: “lunes a viernes, de 9:00 am a 4:00 pm; sábados, de 9:00 am a 1.00 pm. Ingreso libre”. Es lunes y son las dos de la tarde. Doy una vuelta alrededor de la casa enrejada. Saco fotos de las esculturas regadas por el jardín, entre olivos centenarios y una higuera. En la puerta trasera veo a una mujer. Es guardia de seguridad de una empresa privada. Grito. Sale hasta la reja y charlamos.
—El museo está cerrado.
—¿Y hace cuánto está cerrado? ¿No hay nadie dentro de la casa?
—No sabría decirle, soy nueva. Puede ir a preguntar a la Biblioteca Municipal, al otro lado del Parque.
Saco un par de fotos más de las esculturas de nuestra Marina y atravieso el bosque. En la Biblioteca Municipal me dicen que el museo se cerró porque cambió el alcalde. Que son cosas de la burocracia. Que ya van a abrir. Que no saben cuándo.
—¿Y para qué quiere saber todo eso?”, me preguntan con extrañeza. Vuelvo a decir que soy periodista, que he llegado desde La Paz para ver la casa, que quiero hacer un reportaje para el periódico La Razón.
—¿Puedo hablar con alguien, por favor, que sepa algo sobre la historia de la casa, sobre la obra de doña Marina?
La que supongo secretaria del director o directora de la Biblioteca Municipal de San Isidro sale y entra (por tres veces) de una oficina, donde sospecho está el director o la directora.
—Vuelva al Museo, ahí le va a atender la señora Norma.
Entonces pienso para mí: ¿no era que no había nadie dentro de la casa? Retrocedo sobre mis pies y cruzo de nuevo el viejo Olivar. Hay gente paseando al perro como si el mundo no existiese. Hay madres empujando carritos caros de bebés rosados, como si las guerras y los genocidios no existiesen sobre la faz de la tierra.
Las casas centenarias de estilo neocolonial, tudor, vasco, racionalista y pintorequista le dan un aire retro al lugar; a ratos me parece estar en el Central Park neoyorkino. Cantan los cuculíes, las tortolitas, los turtupilines de pecho rojo, los gavilanes canelones, incluso se escucha a lo lejos alguna que otra lechuza de campanario. Doña Marina escogió un lugar muy parecido al paraíso cuando abandonó La Paz para siempre — aquejada del mal de la piedra— y se fue a vivir a Lima en 1973.
Estoy de nuevo frente a la casa-museo y charlo tras las rejas con Norma González, la encargada (que sí había estado). No puedo pasar “porque hay cámaras y el museo está técnicamente cerrado”. La amable mujer de seguridad, Ingrid, me vuelve a preguntar mi nombre y el nombre del periódico. Esta vez lo apunta en un cuaderno.
Norma me hace un recorrido virtual fantástico. Me voy a imaginar —con sus palabras sabias y afables— la casa por dentro, las salas y las obras de Marina (1.492 en total, muchas de ellas en depósito). “La casa data de 1926, es de estilo neocolonial. Fue diseñada por el ingeniero Luis Alayza y Paz Soldán. Doña Marina vivió en la casa desde el 73 hasta su muerte junto a su esposo el escritor y periodista Jorge Falcón Gárfias”. Nota mental: aquel 1973, Marina publicó su autobiografía Eternidad en los Andes en la editorial chilena Lord Cochrane, con fotos (entre otros) de Antonio Eguino Arteaga.
“La casa es comprada en los 70 por el inglés ingeniero de minas James Birkbeck Elliot y su esposa peruana Rosa De La Oliva. La pareja la cederá para que Marina viva con Jorge y construya su taller en la segunda planta de la casa”, me sigue contando Norma. En la fachada hay dos escudos de piedra que colocó el constructor Alayza y Paz Soldán a imitación de las casas solariegas de Cusco. Uno es de Lima y el otro es de Castilla. La colonia es un estado mental.
“La primera sala es la Sala de las Sorpresas, también llamada Mama Pacha”, me dice Norma, que me invita a soñar el periodo maternal de la artista paceña más universal. Ahí siguen las mujeres aymaras de mirada fija y orgullo altivo, los retratos de Nicolasa. Junto a la chimenea está la mítica fotografía de Martín Chambi. Eternamente jóvenes posan para el legendario fotógrafo peruano Marina, su hermana Nilda —pionera orfebre— y Yolanda Bedregal, poeta desde siempre. Están en Cusco, están vestidas con hermosos vestidos cusqueños. Es 1934 y las tres paceñas están de visita en “el ombligo del mundo” donde Marina expone por primera vez en el extranjero tras su debut en La Paz en 1930.
“La segunda Sala es la de la Ternura. Mujeres del Ande en cinta, con barriguita, madres con niños, familias, los Andes en granito, vírgenes en plegaria, dibujos y pinturas de Marina. La tercera es la de la Intimidad. Es el salón donde Marina se reunía con Jorge y toda la bohemia limeña. Al fondo está su “Espíritu de la nube” y un autorretrato junto a tallas de madera centenarias”. Afuera, en el jardín de esculturas, un cóndor de bronce vuela entre los olivares. Es Marina que sueña con volver.
“En la cuarta sala sesionaba la Fundación que Marina y Jorge armaron un año antes de la muerte de ella. La sala quinta es blanca, en cada esquina se ven toros, en granito, en basalto, en ónix, en bronce, en alabastro; sus materiales favoritos junto a la madera (quebracho y guayacán). Junto a ellos cerámicas que coleccionaba de su amigo Mamerto Sánchez Cárdenas, entre ellas sus toros de Conopa”.
El recorrido imaginado/charlado continúa en el patio central con pileta de piedra. En la segunda planta, construida cuando Marina y Jorge entraron a vivir en los 70, está el taller. Y una fotografía gigante de la maestra. Hay obras por todo lado, incluso en la terraza.
El cuarto levantado abajo para que Jorge Falcón redactara sus columnas de periódico y sus libros ya no está. El escritor comunista, especialista en Mariátegui —amigo suyo—, publicó también libros sobre la obra de su hermano poeta (César) y —a la muerte de su compañera de vida (se casaron en 1960 pero se conocían desde los 40) — dos libros sobre la boliviana más universal: Homenaje a Marina Núñez del Prado (1995) y Marina Núñez del Prado, espíritu del Ande (1999).
La atípica visita guiada de Norma termina. Agradezco la buena onda.
—Me olvidé decirte, en un ratito va a llegar doña Rosita, la presidenta de la Fundación, viene todas las tardes. ¿Quieres esperarla? Tal vez con ella si puedas entrar a ver la casa. Llegará en media hora.
Son las tres y no he almorzado todavía. “Voy a clavarle un plato en un restaurante que he visto en la calle Choquehuanca y vuelvo”. El chupe de camarones de Señor Limón es lujuria pura. Cuando regreso, Rosa De La Oliva de Birkbeck está sentada junto a la pileta del patio. La veo caminar hacia la reja ayudada por un bastón y la mujer de seguridad.
Tiene 98 años y me va a dejar entrar a recorrer lentamente la casa-museo de su querida amiga boliviana. Me va a contar chismes que no puedo revelar. Va a posar junto al retrato y el Espíritu de nube de su comadre. Vamos a recorrer las montañas dormidas de Marina, sus madres y mineros, sus “madonnas” con pómulos de piedra, sus curvas y sikuris, sus abstracciones soñadas en bloque tridimensional, sus cabezas y esfinges aymaras. Vamos a pasear por el jardín de esculturas salpicado con grandes tinajas de vino y pisco. Aprovecho a tomar más fotos, ahora al otro lado de la reja. Cada escultura es un parto, placer y dolor.
Algunas obras fueron traídas desde su casa paterna en Sopocachi (La Paz), donde levantara su primera casa-museo-fundación, presidida después por otro gigante, Gil Imaná. Aquellas montañas gigantes que susurraban al oído de Marina fueron llevadas a orillas del Pacífico para proteger a su hija Marina. Aquellos milagros de arquitectura y escultura (así veía al “Tata” Illimani) tutelaron desde la distancia su último hogar.
Entonces veo con mis propios ojos (y no los de Norma) la sacerdotisa inca de la película Wara Wara de José María Velasco Maidana (donde Marina actuó de ñusta). Me detengo ante el retrato de Chambi. Ahí siguen las tres amigas/cómplices: Marina, Nilda, Yolanda. Eternamente felices. Compinches, mirándose entre ellas. Hermosas.
Doña Rosita se agarra del brazo de la nostalgia y recuerda noches de tertulia en la casa. Llegamos al cuarto que más parece un altar que otra cosa. Una foto de Marina custodia el Espíritu de la nube; es una mujer (otra) reclinada como maja desnuda. Parece levitar, blanca, pura, elegante. Sensual. Marina nos observa desde la mirada en yeso de su autorretrato, desde la otra esquina. El tiempo parece retroceder. Dijo una vez la poeta chilena Gabriela Mistral, Nobel de Literatura en 1945, que Marina nació para rastrear lo escondido, salvándolo a la luz.
Doña Rosita también me habla de ella. Es una de las pioneras de la aviación en el Perú. “Quería ver las líneas de Nazca desde los cielos y por eso aprendí a volar”. Como los cóndores de piedra de su amiga Marina.
Subo las escaleras de madera hacia el estudio/taller. Ahí siguen las herramientas de trabajo de la artista, sus cinceles, sus martillos. Hay centenares de pequeñas esculturas. Un pájaro perdido choca contra una de las ventanas y se cuela en el taller. ¿Eres tú, Marina? ¿Has llegado de repente para que volvamos juntos a La Paz?
En los depósitos hay cientos de libros, documentos, miles de bocetos, cartas, obras de otras artistas mujeres (adelantadas a su época, inspiradoras siempre). Entre ellas, un paisaje y un dibujo/retrato del “Che” Guevara de una de sus mejores amigas peruanas, Julia Codesido.
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La historia de Marina — “la boliviana genial”, como la llamó Neruda— está todavía por contarse. La Fundación y la Biblioteca Nacional del Perú han firmado un convenio para catalogar y custodiar todo este valioso material bibliográfico. Entre los papeles uno puede bucear en la amistad de Marina con Henry Moore —su gran influencia—, con Marc Chagall. Y con Picasso, Brancusi, Gabriela Mistral, Neruda, Giacometti, Alberti, Diego Rivera, Le Corbusier y Guayasamín.
Por la casa —que resistió terremotos— camina con nosotros el “ajayu” de doña Primitiva Mitma. Ama de llaves, excelsa cocinera, verdadera cuidadora del lugar. Y de Marina y de su asma. El mal de la piedra se llama silicosis. Todos los que la trabajan sufren de esta enfermedad pulmonar (el sílice se cuela en los pulmones lenta e irremediablemente). Por eso Marina tuvo que bajar a Lima para buscar aire de mar. Por eso no pudo volver. Nunca.
Primitiva mantuvo la casa a flote durante más de medio siglo. Estuvo al mando cuando fue abandonada tras la muerte de Jorge Falcón en 2003 a sus 95 años. La higuera que plantara Marina y regara doña “Primi” en una de las esquinas sigue regalando higos. La trajo de su otra casa/taller, la que tuvo en Chaclacayo, a 20 kilómetros de la capital peruana. Traía a Lima zapallos, verduras, fruta y los ónix blancos y mármoles que escogía personalmente para luego trabajarlos con “mano blanda y mano dura” (como dijo el poeta andaluz Rafael Alberti).
En la casa que habitó hasta su muerte (en septiembre de 1995, a sus 86 años), Marina recordaba sus charlas con Albert Einstein y cómo su espíritu sereno/introvertido calmaba la ansiedad del genio. Pablo Ruiz Picasso incluso le llegó a decir: “siento a través de tu obra la fuerza, la belleza y el misterio de tu país, me gustaría mucho visitar tu tierra”.
Marina, sobria y austera; hermética y misteriosa, como tus esculturas. Eterna. Obrera poderosa. Acaricio tus telúricos basaltos, granitos bicolores y maderas —como siempre pedías— y me alejo de tu casa vaciada, llena de enigmas y secretos. Eres la “roca tierna”, como bien te describió el escritor estadounidense Waldo Frank.
Marina, levantaste tu paraíso lejos de tu tierra y lo llenaste de cóndores, de montañas recordadas, de sikuris, de retratos de Nicolasa, de titanes ignorados, de mujeres/madres, de raíces de tu alma; lo hiciste para matar nostalgias de tu patria, para conjurar añoranzas y calmar ese anhelo infinito de regreso.
Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras