Matilde
El Papirri recuerda a su amiga, la gran compositora chuquisaqueña, aquella que fuera su compañera, mentora y aliada en las rutas del arte.
Llegó mi amiga Charito, gran cheff de Sucre, y removió recuerdos entrañables de esa bella ciudad, sobre todo por su delicioso picante de lengua que me hizo pecar. Inmediatamente vino Matilde a la memoria. Estar con Matilde Casazola alumbró mis días más angustiosos, cuando sientes que te equivocaste, que agarraste el camino del arte como un precipicio sin vuelta. Solíamos vernos para caminar los atardeceres del Montículo paceño, ella llegaba con su sonrisa de niña traviesa, sus camisas románticas, su sensibilidad descarnada. Me enseñaba a mirar, a valorar la vida.
Nos parábamos horas frente a un árbol añejo, a sentir sus venas curtidas, a escuchar el rumor de su savia, nos abrazábamos a los árboles para contagiarnos de su bondad: mira esa florcita!, es perfecta!, un ramito en miniatura!, mira el color del aire!, aquella nube con colita se pintó de naranja!… entonces contemplábamos el Illimani al fondo y nos amábamos en silencio.
Pronto caminábamos la bajada y justo aparecía un café con balcones y flores, quieres tomar un tecito, te invito, decía otra vez como niña traviesa. Matilde lograba que viera la vida llena de luz, entonces instalados con una tetera de porcelana preguntaba cómo va la guitarra, le contaba de un proyecto, un disco nuevo, se alegraba de verdad. Saboreábamos el tecito como si fuera el último, siempre sobria, elegante, sensible, partía el cuñapé suavemente, todo el entorno se encendía de emociones. Nunca tuve momentos tan plenos. Luego, de su carterita de muñecas, sacaba siempre un regalo. Una vez me sorprendió con un libro enorme, dedicado con su letrita colegial, eran 12 libros en uno, toda una joya, su obra poética publicada el ‘96. Esa década del ‘90 fue nuestra, inclusive fuimos vecinos. Nuestra amiga Walkiria nos alquilaba piezas frente a frente, nos veíamos en el patio a contemplar estrellas, solo que mi bohemia aguda la agotaba.
Una tarde de ésas llegué a Sucre, le toqué el timbre al atardecer y empezó a dar saltitos de alegría por la sorpresa. Me hizo pasar a la casa de la calle Bolívar, unas flores azules con aroma intenso daban la bienvenida, hacía que las acaricie, luego pasábamos a la sala y me mostraba el último dibujo, había terminado un arlequín hermoso, un pastel nostalgioso, ¿está lindo, no?, decía feliz, nos sentábamos y la casa respiraba paz, mucha paz, era una soledad cultivada con sabiduría. Entonces, aparecía la mamá de Matilde, doña Tula, con un tecito de flores y unas galletitas roseadas de ternura y dulce de leche: Manuelito, qué bien que llegaste, prueba estas galletitas que acabo de hornear. Conversábamos los tres hasta que la noche hacía caer truenos, nos despedíamos con besos y bendiciones, fue en ese momento divino que me regaló Los cuerpos (1967), llegué al hotelito sucrense a devorar aquellos versos: amo mis huesos/ su costumbre de andar rectos/ de levantar un semicírculo para abarcar el cielo/ de encadenarse en filigranas diminutas para favorecer el movimiento/ amo mis huesos con sus curvas/ sus salientes y sus cuevas profundas…
Fue Matilde la que me animó a seguir componiendo y tocando la guitarra cuando muchos me silbaban, fue ella la que me dijo has vencido a los guerreros del tiempo luego de escuchar mi cassette Esta mi linda guitarrita de 1996, dedicado a mi madre. Cuando lo presenté, ella estaba allí, luego con otro tecito de por medio supimos que mi madre en 1976 dejaba la vida y a sus alumnos de la Escuela del Folklore en manos de Matilde, quien asumía esa cátedra. Matilde dio irradiación a mis indecisiones, se divertía mucho con mis canciones ocurrentes, La mamada, la careta pegajosa de la nada, decía riéndose. Apoyaba mis riesgos, criticaba —dura hermana—, mis excesos. Fue cómplice de mis amores conflictivos, en su hombro lloré penas de amor, acariciaba mis rulos con compasión temblorosa, y me repetía, todo pasa, todo pasa. Luego nos escapábamos de la gente, nos metíamos a algún rincón a fumar un único cigarro y con una copita de menta ella recordaba intensa, lentamente, aquel amor del fueguito, aquella pasión del tanto te amé, yo la escuchaba hiptonizado hasta que alguien la reconocía, venía la foto y nos íbamos caminando la noche, trepando las calles, la despedida era un breve paréntesis de silencio y versos. Años antes, le había compuesto Canción para una amiga: están convocadas todas mis antenas/ la espuma cantora que roza mis venas/ el humo estirando las tres chimeneas, en la tarde roja frente al Churukella: ojalá me asistan los antes nombrados en esta canción.
Quiero decirte que te extraño hace una década, Matilde. Que pronto te tocaré el timbre, vendrá doña Tula, nos iremos corriendo a saludar al duende del huerto, a acariciar tus flores preferidas y nos fumaremos el cigarrito íntimo como siempre, como nunca. Mientras, veo nuestra foto en algún lugar de Oruro y repito tu verso como una oración: le doy gracias al discutido Dios de creación perfecta o imperfecta/ de existencia absoluta o no existencia/ le doy gracias en uso de mi cuerpo y su esencia/ al menos, comprendo su intención: sé que era buena.
(*) El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta