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Tuesday 11 Feb 2025 | Actualizado a 23:57 PM

No se pone nerviosa / la mariposa

‘Los días de la peste’ narra la vida en la Casona, una cárcel neoclásica que se parece a San Pedro.

/ 5 de julio de 2017 / 04:00

Ninguna trampa es tan mortífera como la que uno se prepara a sí mismo”, dijo Chandler. José Edmundo Paz Soldán se ha cocinado una y se llama Los días de la peste, su última novela. Malpaso (toda una advertencia) la ha publicado en mayo en Cataluña. Nuevo Milenio, la editorial de su hermano Marcelo, la sacará en Bolivia: buen paso. La casa catalana regala a sus lectores la edición digital, el famoso e-book. Tienes que escribir tu nombre en la primera página (así rezan las instrucciones que vienen con el libro), sacar una foto, enviarla al correo electrónico de la editorial y a vuelta de email recibes el e-book. Hasta aquí las buenas noticias.

Los días de la peste narra la vida en la Casona, una cárcel neoclásica que se parece a la de San Pedro y cuyo calor nos recuerda a Palmasola. La Casona quiere ser un personaje, pero ahí se queda. No es fácil construir una novela coral con más de 30 personajes, el mayor peligro es diluirse en ninguno, quedarse en nada.

Paz Soldán ha recuperado el estilo realista —relata a puro fragmento y ráfaga, trata de conseguir un lenguaje coloquial (mezcla de paceñismos, cruceñismos y españolismos)— pero ahí se queda ante la carencia de ritmo y equilibrio narrativo. El tono apocalíptico y supuestamente perturbador con visiones pesimistas sobre religión popular, calaveritas, ayahuasca y diosas paganas cansa y aburre.  Su infierno no (me) asusta.

La novela es un abuso del lugar común: la prisión como microcosmos maldito, estigmatizada, retratada con ojos de excursionista-paracaidista. O peor, contada después de leer la crónica sensacionalista de un gringo preso que puso de moda precisamente los circuitos penitenciarios para turistas. De yapa, las imágenes y letras comunes que se esperan de la literatura latinoamericana; la desgracia ajena y la resignación para conseguir lectores allende los mares. Aunque la corran, no se rinde la pornomiseria.

Las secciones de la Casona (asolada por un virus, por ratas, violaciones, insectos y perfumes de mala muerte) se llaman el Desconsuelo, el Desengaño, los Lamentos, los Chicles y el Quinto Patio (donde el mal gobierno del “jefazo” esconde a su preso político). El barrio en torno a la Casona es plazuela Ciega. Los Confines es el nombre de la provincia oriental que se va a levantar contra el centralismo al prohibir éste el “culto indígena” a la diosa vengativa Ma Estrella (la Innombrable de los 58 nombres con cuchillo en la boca). Y la gente ha visto que los cambios en su vida no eran tan revolucionarios como hubiera querido.

Si el cineasta orureño Diego Mondaca reivindicó en su segundo documental (Ciudadela) la cárcel como espacio de vida, Paz Soldán ha vuelto a mitificar su mala imagen. Si la película hablaba de prisiones particulares, de “medias” libertades (las de ellos, las nuestras), el libro del cochabambino da otra vuelta de tuerca a la hipocresía.

Hay dos tipos de presas y presos: los que están a gusto en la cárcel y los que no, los que sí sueñan con escapar y los que no. Habrá dos lectores de la extraviada novela de Paz Soldán (su obra zigzaguea en el último tramo, de la ciencia ficción a la violencia en Ciudad Juárez): los que llegarán a la página 325 y los que no.

Dicen las reseñas españolas que acompañan al libro que el autor tiene una de las imaginaciones más singulares de la narrativa latinoamericana actual. Probablemente tengan razón. Pero a un lector(a) boliviano, toda esta ficción, fruto de una gran fantasía (léase con sarcasmo), solo nos recuerda a un mal cuento.

El escritor peruano Fernando Iwasaki, amigo del susodicho, ha añadido: “En la literatura boliviana, el boom es Edmundo”. Que se reciba la ornación: me rindo, señores. Lo mejor de este desaguisado es el intertexto alimentado con haikus recopilados por el argentino Alberto Silva, con poemas del francés Serge Pey, del nobel sueco Tomas Tranströmer y con frases de Jesús Urzagasti en El país del silencio. ¿Qué hacen ahí? Ni puta idea, perdón. Pero, después de la desilusión, me he quedado pensando en este viejo poema japonés: “Aunque la corran / no se pone nerviosa / la mariposa”.  
 

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San Pedro, los techos y los puchos

/ 15 de enero de 2025 / 06:03

Decían antes que un escritor verdadero no era tal si no pasaba una temporada en la cárcel. Dicen ahora que la prisión es un buen sitio para escribir. El tarijeño Ramiro Antelo León cayó en “cana” sin querer queriendo, tiempo que le sirvió, entre otras cosas, para escribir el mejor libro sobre una cárcel boliviana que he leído nunca. Es “La balada de San Pedro” (editorial “Los socios del naufragio”, Oruro). Es una crónica que te cogetea; es un diario asfixiante de esa ciudad sin horizontes ni crepúsculos.

Los paceños/paceñas no miramos la cárcel del barrio de San Pedro. Pasamos por delante de esta “Babilonia de adobe y acero”. Nos sentamos a comer los maravillosos helados “Splendid” de la esquina de la plaza. Pero apenas fijamos la mirada en los muros. A lo sumo vemos las colas que se forman los jueves y domingos, días de visita. Hacemos como si San Pedro no existiese. Es un sentimiento de culpa/temor. Es nuestro lado oscuro.

Ramiro Antelo León nos mira desde adentro. Nos coloca delante de la ciudad prohibida, rodeada de una muralla de adobes invisibles. Es San Pedro y el vaivén del candado amarillo de la puerta de salida. Ramiro es un “preso nuevo”. A medida que la narración salvaje avanza, dejará de serlo. Pasea por las secciones/barrios: Guanay, Cancha, Muralla, Grúa, Posta, Pinos, Álamos, San Martín, Palmar, Primero de Mayo, “Chonchocorito”. Y el lector, con él.

“La balada de San Pedro” es un gran viaje por la geografía cautiva, por la teología carcelaria, por los barrios y clases sociales de la mazmorra. “No hay preso que no lea la Biblia; los maleantes son unos beatos de primera”. Ramiro confiesa -ante la multiplicación de callejones sin salida- que no llegará a conocer toda esa geografía a pesar de los años. Confiesa que los presos sienten estar en un zoológico cuando las visitas traen plátanos y cigarrillos. “Las visitas se esperan tanto y se soportan tan poco”. Confiesa que las peleas a muerte llegan en la noche en “población” cuando llueve y nadie mira.

Subimos a los tejados, acudimos a los llamados de lista, soportamos audiencias judiciales infinitas, fumamos pucho tras pucho, “globito” tras “globito” para mirar de frente a los cielos. “La luz y el humo son servicios básicos en San Pedro”. Sentimos el olor a preso impregnado en ropa que no tiene color. Vemos como el tiempo se detiene, como el pasado y el futuro se desordenan. Como las tardes se hacen lentas. Caminamos los patios/conventillos, como viejas calles de Damasco. “En San Pedro se camina mucho”. Nos cocinamos arroz tras arroz. Nos dormimos vestidos gracias a un “lorito” (pastilla de Lorazepam). “Dormir es la única forma de libertad”, escribe Ramiro. “Por eso al preso no se lo molesta cuando duerme”. Nos sentimos solos pues la soledad es la verdadera cárcel. Festejamos las fiestas. Y los días sin nombre ni número “donde el tiempo no debe ser contado porque se estira molesto”.

“La balada de San Pedro” es una gran crónica de personajes en la ciudad de los adobes, en “la máquina de moler alegría”. El viejo preso que vende pan y nadie conoce su voz. Los policías, quince para 1.500 presos. Los “treintones” (condenados a 30 años sin derecho a indulto). Tomás Colque, el único jovial entre ellos. Los “estufas” (presos por estafa, los que no gozan de respeto y son humillados). Don Robertito, uno de ellos. Es el que vende artículos financieros a profesores universitarios.

Los “Milosevich” (condenados por narcotráfico, por la ley 1008). Los maleantes comunes, condenados a ser “taxis” (mensajeros por calles y techos) dentro de este hogar de muros altos. Los “violines” o “violetas”, los condenados por violación (y su fatal destino de palizas y muerte).

Los curas (el negro panameño, entre ellos). Y las monjas de visita. “El domingo en la tarde es aterrador”. Los “Payasitos”, una pareja de hermanos que trabajaban en un elenco de teatro costumbrista. “El Siles”, el Jaime Rivera, el “Chino” Suárez, el “Lobo”, preso insondable, el “Fantasma”. El fugado “Conde” Baltasar. El “Nabo” y el “Muleta”, dos franceses en “Chonchorito”, los dos “Milosevich”. El “Muleta” retrata alaridos silenciosos que un “pintor famoso y exquisito de la ciudad de La Paz” compraba a un precio irrisorio. Prohibido cantar nombres.

La emotiva salida de Sandro (que reparte todo pues trae mala suerte sacar algo de San Pedro) y la muerte fatal del querido Robertito Luis en la Grulla a manos de un “violeta hijo de puta” tocan el corazón. El “preso nuevo” está a punto de salir tras largos años. Mejor salgamos con él de este libro preso entre techos y puchos para mirar el horizonte y el crespúsculo otra vez.

Ricardo Bajo H. publicaba artículos de Ramiro León Antelo en Fondo Negro.

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Una canallada de película

/ 2 de enero de 2025 / 06:01

(A la memoria de Sebastián Moro)

Es el contrabando más grande de armas que Argentina ha mandado a otro país. 70.000 balas. Balas de guerra, balas de injusticia, de masacres. Macri, te están buscando, matador. Es el guion de una película de cine negro, de espías. Oscura.

Exterior, noche, aeropuerto militar de El Alto. Un Hércules C-130, bautizado como “Puerto Argentino”, descarga armamento. Llueve. Corre un viento que congela el alma. Dos uniformados discuten. Ambos quieren quedarse con la mejor parte. Son el comandante de la Gendarmería argentina acreditado en Bolivia, Adolfo Caliba y el jefe de la Misión Naval del mismo país, capitán de fragata Roberto Ariel Gestoso. Uno quiere entregar la munición a la policía boliviana; el otro, a la Fuerza Aérea Boliviana (FAB).

El envío clandestino, días después del golpe de Estado de noviembre de 2019, ha sido coordinado entre el presidente Mauricio Macri, su ministra de Seguridad Patricia Bullrich, su ministro de Defensa Oscar Aguad y el entonces embajador en Bolivia, Normando Álvarez García. Y otros cargos de la policía, cancillería y aduana argentina, entre ellos el subsecretario de Seguridad Interior, Gerardo Milman, que tres años después estará metido también en el intento de magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner.

Han coordinado con el ministro de Defensa golpista, Luis Fernando López (un asiduo de la embajada) y el comandante de la FAB, Jorge Gonzalo Terceros Lara.

Los militares se llevan 40.000 balas, la policía, el resto. Es la madrugada del 13 de noviembre, días antes de las masacres de Sacaba y Senkata.

El ex juez Eduardo Freiler, denunciante de la causa abierta en Argentina (y actualmente “cajoneada”) es tajante: “el envío de armas es un delito de lesa humanidad, después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos fallara que se cometieron masacres con motivos políticos y étnicos”. Y añade: “esto debería ameritar cadena perpertua para Macri y sus ministros”.

Exterior noche, calle Pinilla, embajada argentina, julio de 2021, dos años después: el nuevo embajador, Sergio Ariel Basteiro, antiguo “back” de Central Español de Ituzaingó e hincha de Vélez, rebusca papeles en su oficina junto a Lucas Demaría, funcionario de carrera, actual militante de Milei. En un bibliorato -hermosa palabra- de “Notas generales”, donde hay salutaciones y pedidos de banderas argentinas por parte de colegios paceñios aparece una misiva de Terceros Lara dirigida al “excelentísimo” embajador Álvarez. Da las gracias por los 40.000 cartuchos AT12/70, los 23 gases lacrimógenos en spray y las 122 granadas de gas.

Ariel, disfrazado de detective, de zaguero implacable, ha encontrado la pepita de oro. Comienza a tirar del hilo. Va a recibir como respuesta un “dejáte de joder, Basteiro”. La frase viene del círculo de Normando, ministro ahora de Gobierno y Derechos Humanos de la provincia de Jujuy. El libreto tiene guiños de sarcasmo puro/duro. “Es la traición a un pueblo hermano”, dice Basteiro en su flamante libro “Radiografía de una canallada” (editorial Octubre, Buenos Aires, 2024).

Exterior día, barrio de Sopocachi, “flash black”, octubre de 2019. Miembros de la Agencia Federal de Inteligencia de Argentina coordinan con grupos de derecha y ultraderecha de Bolivia. El cónsul argentino en Santa Cruz, Roberto Dupuy, se reúne con Camacho. Este le anuncia la intervención de los militares y pide asilo ante un eventual fracaso de lo que él llama “futura insubordinación civil”.

La CIA ha subcontratado su labor de injerencia. Dos espías argentinos (José Sánchez y Raúl Estévez) persiguen/controlan a dirigentes del MAS y a diplomáticos cubanos, venezolanos y nicaragüenses. También buscan pruebas para vincular a funcionarios/militantes masistas con el narcotráfico. Lo hacen a pedido de la embajada de EE UU. Coordinan el “laburito” con los agentes gringos Rolf Olson y Annette Dorothy Blakeslee.

En sus informes (más de 450 cables enviados a Buenos Aires) apuntan los nombres de sus interlocutores: Albarracín, “Tuto” y Camacho. También desvelan los nombres de sus informantes: policías, referentes del empresariado boliviano, el general Willams Carlos Kalimán Romero y Vladimir Yuri Calderon Mariscal, comandante general de la Policía. “Estos dos últimos, informantes o agentes de la CIA están prófugos. Nadie conoce su paradero. Seguramente vivirán en alguna ciudad fuera de Bolivia con identidad cambiada” (Basteiro dixit). El libreto es (también) una película de espías, al otro lado del telón del altiplano.

El embajador Normando cierra las puertas de su delegación diplomática a argentinos perseguidos por el gobierno de facto de Jeanine Áñez. El periodista/fotógrafo Fabián Restivo es uno de ellos. Terminará refugiado en la embajada española gracias a una gestión personal de Pablo Iglesias. La diputada Valeria Silva también recibirá una negativa a su petición de asilo.

Son las imágenes de un mal sueño, dice Basteiro que sigue hoy buscando la verdad para reparar el daño que la Argentina le hizo a Bolivia. Fue un nuevo “Plan Cóndor”; es el libreto de una película de canallas.

*Ricardo Bajo H. es crítico de cine.

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Leila y Labayru

/ 18 de diciembre de 2024 / 06:06

Esta nota se podría llamar “El sane-washing de Silvia Labayru”. La palabreja significa el acto de minimizar aspectos controversiales de una persona para hacerla parecer más aceptable. Es lo que hacen, por ejemplo, muchos colegas con Trump. En castellano: lavar la cara a alguien.

Leila Guerriero, la cronista argentina, ha escrito un libro (de 432 páginas) sobre Silvia Labayru, ex militante montonera, hija de una familia de militares, presa durante año y medio en la ESMA, donde fue víctima de abusos sexuales. Labayru es recordada —aún hoy en día— por haber sido “cómplice” de Alfredo Astiz cuando ambos se infiltraron en la organización de las Madres de Plaza de Mayo; operativo que terminó con tres Madres y dos monjas francesas desaparecidas.

Labayru, acusada de traición y odiada, exiliada en España, habla por primera vez con una periodista, periodista que prácticamente no toca “el” tema en más de 432 páginas. “La llamada”, que así se llama el libro, es una operación de limpieza, de “sane-washing”. También es la reconstrucción (fruto de un gran laburo de investigación) de un fresco de época, tiempos duros donde el pellejo se arriesgaba sin esperar nada a cambio.

 “La llamada” es, en realidad, la historia de un viejo/primer amor que tarda décadas en llegar a buen puerto. Aunque la autora diga con la “modestia” que la caracteriza que el libro es “el retrato de una mujer. Un intento”. Un intento lento/lerdo, repetitivo y cansino. Tramposo.

Esta nota se podría llamar “Leila, un trío”. La cronista se coloca como protagonista y cuenta la particular historia de la perfilada junto a su actual pareja, Hugo, personaje que no está muy de acuerdo con la propia idea del libro, personaje que por supuesto sufrirá los varapalos correspondientes. ¿De verdad importa al lector si la autora sufre de dolores de rodilla por salir a trotar? ¿De verdad tenemos que saber que solo toma agua con gas? El exceso de “yoismo” arruina una buena narración. Siempre.

Esta nota se podría llamar “El método Leila”. Guerriero confiesa que se entera de su biografiada leyendo la edición dominical en papel del periódico Página/12 en marzo de 2021. Contacta con Labayru a través de amigos en común y pone sus condiciones: “¿Puedo leer lo que escribas antes de que se publique? No. ¿Entonces puedo grabar las conversaciones que tengamos? Si”. Luego vendrá un año y siete meses de charlas.

Una de las primeras frases que delimita las líneas por las cuales va a transcurrir la charla/río es esta: “Menos mal que no ganamos”. Se repetirá como mantra, como ese cántico escolar en latín que abre/cierra el libro. La otra es esta: “yo no era peronista ni cuando era montonera”.

Labayru es del Real Madrid, aunque antes era del Barsa. Se pasó (otra vez) al equipo blanco después de un gol de Zidane; su hijo era compañero escolar de su hijo y a veces lo veía a la salida del colegio. Quizás esto lo explique todo y no haga falta más de 400 páginas. Sería la historia de una traición pequeña.

Esta nota se podría llamar también “Leila no melonea”. El verbo “melonear” ya no se usa. En los 60 significaba convencer. Leila no melonea. Labayru tampoco. Especialmente la primera cuando suelta frases como esta: “creo que nosotros en gran parte contribuimos a que viniera la represión; nuestra inmolación no sirvió para nada, sirvió para que la dictadura se perpetuara en el poder”. La culpa no fue del violador, es de lo corta que era la minifalda.

Leila toma notas de las cosas que hace antes de arrancar con sus entrevistas. En la página 111 nos cuenta todas las fechas de los encuentros en más de once líneas. A la mitad del libro llega el momento de la verdad. O eso intuye el lector.

La Guerriero trata de contactar en octubre de 2022 (más de un año después de arrancar con el libro) con “la señora Hebe de Bonafini” para la “contraparte” de la historia de las Madres/monjas asesinadas. Hebe fallece días después. Insiste e intenta con otras Madres. Respuesta seca: “ninguna está interesada en hablar de casos particulares como el de Silvia Labayru”. Vuelve a insistir y cita la infiltración de Astiz y la colaboración de Labayru. No obtiene respuesta. El tema no se vuelva a tocar.

“Muchas gracias Leila por lo que estás haciendo con mi madre”, dice que le dice el hijo de Labayru. “¿Qué estoy haciendo con tu madre?”, responde la escritora. Leila se autopercibe como la elegida. Luego escribe una cita que Labayru postea en Facebook: “No puedes volver atrás y cambiar el principio, pero puedes comenzar donde estás y cambiar el final”. Es de C.S. Lewis. Y luego remata: “sé que hay cosas que nunca me va a contar”. Es el método Leila en estado puro: ser más protagonista de lo que se debe.

Ricardo Bajo H. es lector.

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En el nombre del hijo

/ 24 de octubre de 2024 / 06:00

Un estudiante recita una poesía delante de la clase. Estamos en el Colegio Ayacucho. Muerde un lápiz para mejorar la dicción. “Un pájaro negro me saluda…”. Habla de paraísos inmortales y tormentas que acechan. Los compañeros se burlan. Más tarde lo van a insultar, acosar, discriminar. “Indiecito”, le dicen los que tienen su mismo color. Es el racismo interno/interiorizado que lastima y estigmatiza. Lo harán cuando descubran que su compañerito es un “lustra” de la plaza Murillo, un simple número.

Martín Quispe Quispe (interpretado genialmente por Franklin Aro Huasco) sale del colegio, atraviesa la ciudad y se cambia de ropa dentro de la iglesia de San Francisco. Es un “travelling” hermoso que sobrevuela el mercado Lanza, la plaza y nos deja a las puertas del cielo. Así arranca “El ladrón de perros” del chileno Vinko Tomičić Salinas.

Su segunda película nos habla de soledades, de la búsqueda/necesidad del padre ausente, de identidad y pertenencia. De dolores y heridas colectivas. Es un grito y un susurro.

El lustrabotas se esconde para saber quién es. Un pasamontañas brilla. Su máscara es un espejo, un escudo. Una identidad negada. Es anhelo de rostro, de dignidad y futuro. Como la comandante Ramona y el subcomandante Marcos, como Batman, como el Zorro, Quispe Quispe se oculta entre la luz y la sombra para que lo veamos.

“El ladrón de perros” es La Paz. No puede ser/ocurrir en otro lugar. Es una metáfora visual poderosa/mágica, fruto de una fascinación. ¿Solo lo que hemos nacido por segunda vez en La Paz podemos quererla así? La película charla con la ciudad, baja desde las laderas al centro, sube por sus cerros y cuestas. Monta en teleférico y sobrevuela tumbas.

“El ladrón de perros” dialoga con “Chuquiago” de Antonio Eguino y completa el tríptico con “El gran movimiento” de Kiro Russo. Incluso se cuela un recuerdo de autos viejos y lo más bonito y los mejores años. “El ladrón de perros” acaba de aterrizar pero ya es parte de la historia del cine boliviano.

Martín Quispe ha perdido a madre. Ni siquiera recuerda su rostro. Carga una foto suya para eso. No tiene padre. Buscará a los dos. Se imagina que el sastre de la parte vieja (interpretado de forma contenida/sabia por el actor chileno Alfredo Castro) puede llegar a serlo. Él es un extranjero sin patria, sin amo, sin familia. Escucha música clásica de otro tiempo, vive en otro lugar. Su perro, un pastor alemán llamado Astor/Álex, es el hijo que nunca tuvo. Astor será el vínculo de algo roto. «El ladrón de perros» no mira desde arriba; nos enseña a alzar la mirada para ver a los invisibles.

La inquietante cámara en la nuca del protagonista acompaña. Es un viaje, también interior. Cruza la noche paceña, las calles baldías. Los planos fijos de la ciudad nos hablan de soledades rodeadas de gente. Martín sueña otras miradas: las del padre, la de los amigos verdaderos, las de la ciudad compañera.

“No lo voy a defraudar”, le dice al director del Ayacucho que permite que toque la trompeta en la banda a pesar de sus malas notas. “La esperanza es lo último que se pierde” le dice al sastre que busca a su perro con afiches callejeros.

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Quispe Quispe se ducha con rabia, trata de limpiarse. Frota suciedades del alma. Las nuestras, las de todos los tiempos. Me hace recuerdo al primer personaje de Tomičić, ese Guido Bolaño (también entre billares) convertido en cucaracha en su opera prima, “El fumigador”, estrenada en la Cinemateca Boliviana en 2017. Quispe y Bolaño son antihéroes. El segundo no puede escapar de la asfixia; el primero logra la redención después de ser crucificado.

La segunda película de Tomičić es un canto de esperanza. Entre luces y sombras. Las buenas películas se quedan en nuestra memoria, tatuadas. Llegan al corazón. Continúan en nuestras cabezas, el rodaje no termina nunca. El espectador completa e imagina la carambola final. ¿Acaso no terminará Quispe haciendo música? ¿O convertido en el mejor sastre de la ciudad? El buen cine siempre trasciende.

Vinko no cae en la tentación de dibujar un personaje idealizado. Quispe roba. Perros y cosas del montón. No vemos victimismos, no vemos misericordia, no vemos limosnas para hacernos sentir bien. No vemos maniqueísmos burdos. Lo que sí vemos es como el club La Paz se siente molesto al ver a un chango de la villa jugar en sus billares. Lo que sí vemos -hermosa secuencia- es un joven feliz en las butacas del Teatro Municipal disfrutando de la belleza negada.

“¿Por qué me has robado el perro?” pregunta el sastre/padre. “Para que se fijara en mí”. Hay que aprender a dirigir la mirada. «Sapa, sapita, ¿qué quieres?». Es la canción (de Canela Palacios) que suena/sueña en los créditos finales. El que tapa su rostro quiere que lo miren, quiere que lo amen. Como todos.

Ricardo Bajo H. va al cine.

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Mario Aguirre, el fuego del teatro

El actor/director paceño de teatro lleva 30 años en el oficio. Los últimos ocho, en Francia

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 7 de julio de 2024 / 06:20

“He venido a conocer la tumba de mi madre”. Parece el inicio de una novela de Rulfo. Esa que comienza así: “Vine a Comala, porque me dijeron que acá vivía mi padre…”. El que habla así es Mario Aguirre Pereira, actor, director de teatro, técnico y diseñador de iluminación de espacios escénicos. Ha regresado a La Paz desde París. Su madre falleció hace tres años y estos días ha cumplido. Ha bajado directo del aeropuerto al Cementerio Jardín de la zona de Llojeta. Su madre era Olga Pereira, modista. Su padre, Wilfredo Aguirre, coronel de policía.

Cuando Mario deja la carrera de Medicina para dedicarse al teatro, su padre no le habla durante seis meses. Su madre apoya. Mario Aguirre ha regresado ahora para decirle que las cosas van bien en París, que dirige una obra con más de cien funciones en salas francesas, que actúa en la “ciudad de la luz”, que trabaja en un teatro, que no sabe lo que deparará el futuro.

Mario es del 74. En septiembre, el 28, cumplirá 50 años. Estudia primaria y secundaria en el Colegio La Salle (primero en sus locales de la calle Loayza, donde ahora está la Facultad de Derecho de la UMSA, y luego en la zona sur, en La Florida). Se mete al Centro de Estudiantes donde se habla de cultura y política. En el centro cultural del colegio comienza a hacer teatro, su pasión, junto a Marcelo Sosa, hoy también actor y director.

FOTOS: RICARDO BAJO HERRERAS, MARIANA BREDOW VARGAS, BIA MÉNDEZ PEÑA Y MARIO AGUIRRE PEREIRA

Su primera “obra” (en 1995) es un musical (con fonomímica) Jesucristo Superstar. Todavía no la tiene clara, así que comienza a estudiar para ser médico. El fútbol es su (otra) pasión. Llega a la primera del Club Always Ready en 1994 y luego milita en Fígaro, en ambos equipos entrenado por el recordado Juan Américo “El Tanque” Díaz. Es arquero, como Albert Camus. No sé si Aguirre puede decir lo mismo que el novelista/ensayista francés (nacido en Argelia): “Lo que más sé acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.

No se ve de médico, no se ve pasando noches enteras en largos pasillos de hospital. Al tercer año lo deja. Quiere estudiar teatro pero no hay dónde. Lo único que existe a mediados de los noventa en La Paz es la biblioteca del Teatro de Cámara junto al Municipal. Y talleres, que actores/actrices dan de vez en cuando. Mario pasa los días leyendo libros de teatro y viendo cintas de obras en video. Su taller iniciático es con Marta Monzón.

Su primer grupo se llama La Rodilla del Telón. El nombre nace de una sombra. “En el teatro de La Salle, junto a Marce Sosa, vimos la silueta de una persona o de un fantasma apoyado en la mezzanine detrás de escena y se marcaba en el telón de fondo. El nombre del elenco salió de esa rodilla o fantasma que vimos”. Por aquel entonces el grupo está formado por la dupla (Mario y Marcelo), Joselyn Espinoza, Natalia Wilde, Angelo Martínez, Pablo Vargas y Reynaldo Pacheco. Su primera obra se llama Agonía (1996) sobre sonetos de Shakespeare. Hay mucha tierra sobre el escenario. Y cadáveres.

El segundo taller (de puesta en escena) lo toma con Erick Priano, el técnico de iluminación y escenografía de Marcos Malavia que ha llegado desde París para participar en el II Festival Internacional de Teatro de La Paz (Fitaz, 2000). Sus compañeros de taller son David Mondacca, Maritza Wilde, Marta Monzón, Cristian Mercado, Percy Jiménez (que traduce el francés de Priano), Tamara Scott Blacud, el peruano Miguel Blásica…

—¿Quién quiere hacer las luces?—, pregunta un día Malavia.

Arriba, una foto familiar de Mario en la niñez.
Una foto familiar de Mario en la niñez.

A Mario Aguirre subir a lo más alto del Teatro Municipal (inaugurado en 1845) le da vértigo. Malavia redobla la apuesta: “van a operar la iluminación de la obra”. La consola que trae Antonio Peredo Gonzales es un “avión”. Su segunda obra (basada en el Come and go de Beckett) gira por espacios alternativos de La Paz.

En 2003 llega su primera gran puesta. Se llama Nuestro último refugio, con dirección de Marta Monzón. Actúan —junto a Mario— Marcelo Sosa, Francia Oblitas y Diego Haisch. Está basada en el cuento Aguas (1991) del escritor venezolano Humberto Mata. “La granizada del 19 de febrero de 2002 nos había marcado. Todos teníamos una historia personal. Yo vivía en esos tiempos por el stadium, tuve que bajar a la zona sur para cuidar a los hijos de mi hermana y su perro que estaban sin ayuda. En aquella época pensamos: hagamos algo con el agua”.

El estreno —ante una veintena de espectadores, eso no ha cambiado— ocurre en la pequeña sala del Teatro de Cámara. En el centro hay una piscina artificial de nueve metros por dos. Dentro de ella, una “casa” con los personajes a punto de naufragar. Cuando el cuarteto actoral se retira del escenario, no vuela una mosca. “La hemos cagado”, piensan todos detrás de bambalinas. Cuando, totalmente empapados y muertos de frío, salen a saludar, los espectadores —algunos— están llorando. La obra gana el premio Peter Travesí de Cochabamba, sube a escena en el Fitaz de 2004 y gira por Santa Cruz, Córdoba (Festival Internacional de Mercosur) y Puerto Montt (Temporadas Teatrales).

Las anécdotas que recuerda Mario para montar la obra con piscina se pueden alargar toda una tarde, toda una noche. Los turriles que se necesitaban levantan sospechas en la policía y en las fronteras. “Volviendo de Chile nos bajaron del avión, llevábamos los turriles de vuelta con sustancias viscosas. En algunas puestas en escena nos ponían el agua helada, en otras muy caliente, a veces teníamos que sacar el agua con nuestras manos, a veces rebalsaba”.

en las funciones de Microteatro en 2014.
En las funciones de Microteatro en 2014.

2004 es el año de fundación de la Escuela Nacional de Teatro (ENT) de Santa Cruz, en el Plan 3.000, en la Ciudad de la Alegría, con el apoyo de la Universidad Católica Boliviana y la Fundación Hombres Nuevos. Nacida de la cabeza/pasión de Marcos Malavia, pasarán cientos de hombres y mujeres dispuestos a formarse con cursos regulares y talleres. Este mes de marzo la “Escuela” ha cumplido 20 años.

Egresaron de ella casi 400 profesionales, entre ellos Mario, Licenciado en Artes Dramáticas con mención en Dirección. “En mi familia no podían creer, licenciado”. Aguirre tiene todavía hoy gratos recuerdos de maestras como Muriel Roland, confundadora y de Carmen Parada, la profesora de canto.

En el cuarto año, como obra de tesis, Mario participa en Antígona de Bertolt Brecht (hace de mensajero y actúa en el prólogo) junto a una treintena de colegas en escena: los Sabrina Medinaceli, Hugo Francisquini (director académico de la ENT), Elina Laurinavicus, Fred Núñez, Mariela Morales, Glenda Rodríguez, Ariel Muñoz, Francia Oblitas, Gabriela Unzueta, Diego Paesano, Yovinka Arredondo, Mayte Haiek, Selma Valdivieso… Dirige: Malavia. Es la puesta de largo de la segunda generación de actores/actrices de La Escuela. Estamos en diciembre de 2008.

El regreso a La Paz es difícil. Los grupos/elencos abundan y la herencia de las viejas peleas siguen. Eran (y son) comunidades endógenas que vivían (viven) de espaldas las unas con las otras, incomunicadas. Cada una alaba su pan.

Aguirre —junto a otros como “Toto” Torres— tratan de reagrupar y re/fundan la Comunidad Teatral Imákina, un colectivo de artistas provenientes de varios grupos paceños. Creen en el apoyo mutuo, la colaboración, el beneficio común, la valoración del oficio teatral. Buscan gestar/gestionar proyectos, enganchar/formar públicos. Como tantos otros, actuarán como verdaderas escuelas de formación.

Aguirre en ‘Banderas’ Foto Mariana Bredow

El teatro contemporáneo boliviano está en los noventa/principios de siglo en plena efervescencia: se respira un intento de crear una dramaturgia con identidad nacional; se sueña con una profesionalización de actores, dramaturgos y directores; se apuesta por el rigor estético y la construcción de un público fiel (a partir de la ENT y los festivales en La Paz, Santa Cruz y Cochabamba). “Había una urgencia por hacer cosas, ahora nos hemos dejado, nos hemos auto-arrinconado”.

En marzo de 2011 Imákina pone en escena la primera de sus cuatro obras: En silencio, otra vez Beckett. El Ir y venir de hace unos años y Actos sin palabras I y Actos sin palabras II. Lugar: teatro de la Casa de la Cultura. 40 minutos de un silencio escéptico (“beckettiano”). Estamos unos 100 espectadores callados, escuchando lo esencial.

Bajo la dirección de Mario Aguirre Pereira, los chicos y chicas de Imákina abren el telón del Fitaz de 2012 (la octava edición) con la obra El Horacio (leyenda romana en versión del alemán Heiner Müller). Actúan Francia Oblitas, Gino Ostuni, Lucho Caballero y Luis García Tornel. Entonces Mario se ve haciendo más gestión cultural/teatral que actuando. Funge como coordinador general del Fitaz.

También trabaja como coordinador de producción para el Festival Internacional Escénica: 30 elencos ocupan 11 escenarios de La Paz y El Alto: plazas, calles, parques y cárceles. Participa en el elenco de una de las obras más recordadas de la primera década: Mis Muy Privados Festivales Mesiánicos, junto a Soledad Ardaya, Miguelángel Estellano y Pedro Grossman, bajo la dirección de Percy Jiménez. Y organiza un encuentro/claustro teatral en una casa de Cota Cota. “Éramos 60, en régimen de disciplina de cuartel, nos levantábamos a las siete de la mañana, calentábamos, ejercicios, almuerzo, ensayos, lectura”. La pregunta sigue rondando su cabeza, día y noche: “¿Y cuándo voy a hacer teatro?”.

‘Tango’, con Carola Urioste. Foto Mariana Bredow

En 2016 llega la (gran) decisión. Junto a su compañera/actriz Carola Urioste (con ella pone en escena Tango con texto de Patricia Zangaro) se marcha a vivir a Francia, París. Se unen a otros teatreros y teatreras que viven y trabajan en ese país: Malavia, Tamara Scott, Marta Monzón. Ya son varios de esa generación noventera que han partido a Europa (Eduardo Calla Zalles y Wara Cajías Ponce viven en España; Lucas Achirico, en Polonia; César Brie, en Italia, Bia Méndez Peña, en Cataluña). Nota mental: la lista de escritores y escritoras bolivianas exiliadas es (aún) más larga.

Ambos, Carola y Mario, fundan en 2017 la compañía de teatro Spirale. Su primera puesta en escena en el país galo es Fando y Lis del dramaturgo español Fernando Arrabal. La segunda es Le journal intime de Adam et Eve, adaptación de textos de Mark Twain; estrenada en 2021 en el teatro La Croisée des Chemins. Dirigida por Mario y actuada por Carola y el actor francés Julien Grisol sube a escena en el Festival Off de Avignon, donde es seleccionada por la prensa como una de las 10 mejores del certamen, entre 1.600 presentaciones. Le journal intime de Adam et Eve lleva más de 100 representaciones desde su estreno en 2022 en el teatro Théo Théatre de París.

“Para mí, el teatro es un camino sagrado, un fuego interior. El trabajo del actor es el de ser un profeta guardián del fuego sagrado para la humanidad y que cada gesto, cada sonido o simplemente la presencia de un actor en escena debe estar en diálogo permanente con el ser profundo tanto propio como de cada persona del público”, me dice Mario mientras se clava dos expresos en el café Wayruru de la plaza Abaroa.

“La diferencia entre Bolivia y Francia es el público. Acá, en La Paz, te van a ver los familiares, ni siquiera los amigos y los colegas de profesión acuden. Ahora están de moda los musicales y los ‘stand up’. Es una cuestión de número. En los musicales son 50, multiplica por tres o cuatro familiares y ya tienes el teatro lleno. En Francia el ‘folklore’ es ir al teatro. Existe un hábito. En París no paro nunca, no te lo puedes permitir, he aprendido a sobrevivir, es ensayar y trabajar como jefe técnico, es el rigor extremo. Vivo el presente para estar preparado”.

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Foto Ricardo Bajo

Regresará estos días a Francia, donde acaba de ganar la ultraderecha en la primera vuelta de las elecciones legislativas (hoy domingo se vota en segunda). Vuelve preocupado (y combativo): “Es una sensación de alerta, porque el ascenso de la extrema derecha (en cualquier país) pone en peligro la cultura propia, la diversidad cultural y los derechos de muchas personas. El hecho de que ocurra en Francia, que es el país de los derechos del hombre, de la libertad, igualdad y fraternidad, me dice que estamos en peligro todos y que tenemos que resistir cada uno desde su lugar y a quienes nos toca hacerlo desde la escena. abriendo diálogo, ampliando horizontes, diciendo alto, claro y fuerte: ¡no pasarán!”.

Mario Aguirre ha pasado un mes en la ciudad de La Paz. Ha impartido un taller de teatro (en Casa Grito) a media docena de chicos y chicas que eran/son como él hace 30 años. Los ha dirigido en el trabajo final del curso, han puesto Bodas de sangre de Federico García Lorca. Siempre soñó con vivir del teatro y ahora lo ha logrado, después de barrer muchos escenarios. No sabe lo que viene por delante. Solo sabe que el aprendizaje no tiene fin; que el teatro seguirá iluminando su vida. Solo sabe que ha visitado la tumba de su madre.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Mariana Bredow Vargas, Bia Méndez Peña y Mario Aguirre Pereira

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