Con Luis Salinas
Un entrañable encuentro en Buenos Aires con el célebre guitarrista argentino.
Vuelvo a escribir como una pulsación vital, sintiendo en las tripas la emoción del reencuentro. Alguien shempre leerá p’s estas huevadit’s, me digo como cholita, soplando el cerquillo. El asunto es que llegamos a Mar del Plata, el Espacio Cultural Bronzini me había invitado a dar una charla- concierto sobre Bolivia, eran todos cumpas progresistas de diversas tendencias, peronistas, humanistas, socialistas, anarquistas; gente linda, soñadora, la que me esperaba en una salita modesta. Decidí combinar la charla con canciones. Por ejemplo, en el primer bloque de las culturas originarias hablé del Ekeko y claro, canté la canción Alasita. Un éxito la charla. Al final, en representación del centro cultural, el arquitecto Bartolucci, viejo soñador de la Patria Grande, me dio un diploma y dos entradas para ver a Adriana Varela la noche siguiente en el Teatriz. Yo, feliz.
El Teatriz tenía en vez de butacas mesitas comilonas con candelabros en platea. Nuestras entradas eran para alta nomas, con butacas y sin comilona. Por fin entró Adriana Varela con un notable pianista. Felina total, personalidad descollante, con voz de trueno, nos brindó un conciertazo inolvidable cantando tangos veteranos remozados, concluyendo con La Gata Varela que le dedicara el gran Cacho Castaña.
Salimos emocionados, la noche estaba fresca, lloviznaba, pero la conmoción iba detrás de una cervecita. Justo nos topamos con Bartolucci, un pajlita barbudo imposible de olvidar, nos abrazamos. “Dejame invitarte una birra”, dice en porteño haciendo un cigarro de tabacos olorosos. Me acordé que los cumpas del Bronzini le decían Bartolo, escogió un local cercano de nombre Dickens con sillas callejeras, la llovizna daba para sentarse debajo del toldo, adentro del boliche una banda de blues tocaba en vivo con todo. “Aquí vengo siempre, me encanta el jazz”, dijo Bartolo. Se acercó el dueño con pinta de Dickens, le dio un beso afectuoso, Bartolo me presentó como un músico boliviano comprometido.
Mi compañera entró al trote al baño, mientras Bartolo trataba de explicarme algo que no se podía: el 40 por ciento de los argentinos había votado por Macri. “No se puede creer, este tipo nos mató de hambre, nos endeudó por 100 años con los gringos y los imbéciles lo votan, acá en Marpla ganaron estos gorilas”, decía con voz grave absorbiendo un tabaco balsámico. “Ni modo cuasimodo, amigo Bartolo”, le dije planteando un salud de cristales y recordando la voz de la Varela susurrando en su ronquera vital: “que le habrán hecho mis manos, que le habrán hecho, para dejarme en el pecho, tanto dolooor….” Entonces vuelve mi esposa consternada. “No vas a creer, ¿sabes quién está ahí adentro? ¿quién crees?”, increpan sus ojitos ansiosos de niña. “¿Quién?”, preguntamos a coro. “¡Luis Salinas está ahí!”, dice tomando con agitación un buen sorbo de birra. “No puede ser —le digo—, te confundiste”. “¿Querés que pregunte?”, dice Bartolo llamándolo al dueño que viene y confirma: “Sí, Luis está adentro, el que está tocando es su hijo y vino a apoyarlo”.
Empecé a temblar, Salinas estaba ahí. El dueño del boliche, siempre solidario, me lleva de la mano y me sienta en un banquito de la barra. “Allá está”, señala. Luis emocionado en una mesita al lado del escenario movía la cabeza, sus ch’askas volaban azules, daba un sorbo de vino y aplaudía a rabiar a Juan, su hijo virtuoso de 20 años. Salinas es, para mí, el mejor guitarrista de música popular del continente. Nacido en Monte Grande, provincia de Buenos Aires en 1958, el gran Tomatito afirma que es uno de los más grandes guitarristas del mundo. Autodidacta total, Luis ha tocado con Paco de Lucía, BB King, interpreta con virtuosismo la guitarra eléctrica, la clásica, la goudin midi, la acústica de metal. No se hace problemas de pasar del bolero al jazz, del blues a la chacarera, del plectro al dedo. Este genio estaba allí, a cinco metros. Entonces se para y toca un tema con el hijo y su banda, la noche hace magia, la luna se estremece, Salinas toca un blues poderoso en este boliche marplatense ante unas 40 personas turbadas y un boliviano colado. Cuando termina, lo ovacionamos. Yo —como siempre— tímido de mierda, no me animo a acercarme hasta que mi compañera me lleva a los empujones, lo agarra a los besos. “Somos de Boliviaaa, mi esposo te amaaa”. “¡Ah! Bolivia… yo toqué en La Paz”, dice. “Yo soy de La Paz, Luis, y teníamos que tocar La Telesita de mi abuelo Chazarreta, pero vivía en Ecuador”, le digo temblando. “Vos eres el boliviano santiagueño”, dice y me abraza midiendo su fuerza de osito regalón. Entonces, siento atrás a todo el boliche haciendo cola tras una foto. “Una fotito, maestro, por favor”, le digo, y sale esta instantánea temblorosa, gloriosa, inolvidable, mientras Bartolo brinda con su sonrisa tierna por detrás de la ventana tras aquellos arboles añejos de fondo.