El Avesol
CH’ENKO TOTAL
La década de 1990 fue muy intensa en la noche paceña, el Avesol fue uno de los epicentros de aquella movida que parecía imperecedera y que ahora me suena a otra vida. Tal vez era mi segunda vida acelerada, con noches que se volvían días y días que retornaban a la noche, en un círculo altamente peligroso. A mí me salvaguardó una especie de compromiso por mantenerme en vilo, de cumplir con mi entonces primer matrimonio, de marcar tarjeta, el arrojo de tratar de salir del alquiler y llegar algún día a tener un anticrético. Encontré esta foto buscando paradójicamente mi libreta de servicio militar; muy raro tener una foto de aquellas noches mágicas en el Avesol: no había celular, nadie fregaba con la selfie, todos estábamos interesados en todos, en los poemas del Fernando, en las lecturas del Cáceres, en el mimo francés que conquistaba paceñas desconsoladas, en el Rolito y su bondad a cuestas. El primer plano de Fernando Lozada es asombroso… ¿quién tomaría la foto? Con máquina de rollo, por supuesto.
Recuerdo a Fernando con su magistral voz presentando mi debut en la canción. Lo conocí 15 años antes en el Paraninfo de la UMSA, habíamos derrotado a Natusch Busch en las calles, era el 20 de noviembre de 1979, mi padre me había sugerido estudiar Derecho, pues el Conservatorio de ese entonces era una vetusta institución sin pénsum y en total decadencia. Fue así que me presenté al Festival de la Canción Social, organizado por Extensión Universitaria de la época. El maestro de ceremonias, Fernando, anunció: “Representando a la Carrera de Derecho, este joven cantautor propone la canción Dialéctica de la flecha a la bala. Su nombre, Manuel Monroy Chazarreta, tiene 19 años, en concurso”. Así me inicié en la canción de autor, ganando el segundo lugar hace 43 años. El primer lugar lo ganó el gran Jechu Durán. Meses después, en julio de 1980, nos volvimos a encontrar con el Fernando, esta vez muy apretados, asustados, asilados en el Consulado de México: García Meza arremetía con todo, asesinaba a mansalva. Y nos fuimos nomás a México. Allí lo perdí de vista, casi una década. Hasta que apareció el gran Avesol.
Detrás de la foto el Fernando escribe: “Manuel, tu estancia en el Avesol es tan linda y trascendente que, de las pocas tomas de tantas maravillas, aparece esta”. Ahora que me acuerdo, la foto me la regaló una noche asombrosa, eran ya las dos de la mañana, había terminado alguien de leer poesía, se iban los intelectuales, nos quedábamos los de verdad. En el baño nos encontramos con el Fer, lloré en su hombro por la Margarita de la Cabeza de Zepita; él me contenía callado, solidario; salimos repuestos, alguien me prestó una guitarra y estrené la canción. A las tres, más o menos, apareció el Jach’a Flores con su ternito y su chalina de alpaca bebé, calladito se sentó en una mesa del fondo. De pronto resucitó y dijo: “Escucha esta melodía, Manuelito”. Todos en silencio escuchamos una morenada que el Jach’a también estrenaba esa noche, nadie se atrevió a acompañarlo ni con un vaso, el silbido perfecto del Jach’a y su expresión dolorosa imponían respeto. A las cuatro ya éramos unos cinco. Jamás escuché una queja del Fer, un váyanse yendo. Jamás me cobró una cuenta, para eso estaba la Negrita, que con gran cariño me acariciaba la melena y me decía: “¿te lo anoto, Manuelito?”. Y yo feliz le decía: “¡Ya! Una jarrita más, quiero invitarle al Jach’a”.
A las cinco ya éramos cuatro: el Fer, el Jach’a, yo y el Víctor Hugo que acababa de llegar. Raro verlo en el Avesol, estaba con un libro a cuestas, emputado, renegando, yo lo calmaba ofreciéndole un caj. “Ya, niño Manuelito, cántamelo esa, la del coba”, y yo emprendía con Qué tal metal. Se reía con su k’asa y su nariz torcida. El Fer se había dormido, el Jach’a comenzaba con una k’onaneada célebre un tanto reiterada sobre su ex, el Víctor Hugo se volvía a enfurecer, “ya no jodas con tu disco rayado, oyes”. Entonces aparecía de la nada el Ladrillo, un joven pelirrojo simpático, siempre con la sonrisa al frente, había sido mi alumno de tarkas en el Taller de Música de la UMSA, nos hacía despertar con sus bolsitas mágicas, ya era sábado. “¡A ver, culitos blancos! ¿quién me sigue?”, inquirió el Víctor Hugo. Aquella vez lo seguimos el Ladrillo, el Jach’a, y yo, en fila india detrás del Víctor Hugo Viscarra. Nos trepamos a un taxi rumbo al cementerio, el sol empezaba a joder, el ave cantaba taladrando. “Vamos a cascarle un Pierre cardán caldo”, gritó el Viscarrita, o un wallake navegante suspiró el Jach’a, el paganini era yo previa parada en un cajero, era pues un empleado de la Casa de la Cultura, el lunes tenía que marcar.
Ese par de veces con el Jach’a y el Víctor Hugo, allá por 1996, me vacunaron para siempre. Pero esa tendría que ser otra crónica. En el Avesol estrené mis mejores canciones, sin duda. Una vez hubo una bronca con un cuate chapaco que me agarró del cuello no sé por qué, mi percusionista Hernán Ponce, mi querido Lorito, lo sacó a puntazos. El Fer observó desde sus lentes caídos el final de la escena, iniciando un solo de cajón para salir del bajón, anunciando como obertura medieval un poema suyo recitado con voz de fuego.
Por culpa de esta foto hoy me trepa la nostalgia del Avesol, el Jach’a, el Víctor Hugo, el Fer ya no están, el Ladrillo tampoco. Y yo sigo aquí, pijchando en silencio, sin saber qué hacer con esta vida, sin saber dónde ir con esta muerte, cargando con este silencio, con esta tristeza de no poder desandar el tiempo, con esta soledad sonora que observa el Mi 7 invertido en la guitarra, anhelando ese caj vital, esperando encontrarme con los tres, los que a las seis coreábamos: “Hoy día hemos abierto a puerta cerrada, yaaa”.
(*) El Papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta